/ domingo 24 de marzo de 2019

Reconocer el mal que somos capaces de hacer y del que formamos parte

Le exponían a Jesús las injusticias, los pecados y la maldad de los demás.

El Señor Jesús, sin dejar de referirse a esas situaciones evidentes de injusticias, pecados y maldad, aprovechaba la ocasión para hacer un fuerte llamado a la conversión y también para invitar a sus interlocutores a que fueran conscientes de la lucha contra el mal que todos escenificamos en el propio corazón.

Aunque había grupos opositores bien identificados en el mundo político y religioso de su tiempo, el Señor Jesús no reaccionaba de manera demagógica atizando rivalidades y dividiendo el mundo en buenos y malos, sino que rechazando esas malas acciones invitaba siempre a revisar la propia vida, ya que todos estamos expuestos a caer en el pecado y las injusticias, y corremos el riesgo de ser seducidos por el mal que descubrimos y rechazamos fácilmente en los demás.

A mayor escala resulta escandaloso e indignante enterarnos del mal proceder de los demás, pero a menor escala, en nuestro espacio vital, quizá nos movemos con la misma lógica de egoísmo, vanidad, mentiras y desprecio que siempre irá escalando de nivel hasta llegar a comprometer nuestra vida y afectar la vida de los demás.

Esto mismo lo reconocemos hablando de nuestra capacidad de reacción. Es decir, si se trata de las faltas de los demás reaccionamos de manera casi automática ante el mal proceder, pero si se trata de las propias acciones somos más lentos —en el mejor de los casos— para reaccionar y declararnos culpables, y —en el peor de los casos— buscamos la forma de justificarnos de nuestras malas acciones y hasta de esquivar la propia responsabilidad.

Por eso para nosotros siempre será fundamental poner como referente a Jesús. En primer lugar, no dejar de señalar las injusticias y la corrupción, especialmente lo que denigra la vida de los hermanos y provoca sufrimiento en los demás.

Y en segundo lugar, no olvidarnos de la lucha personal que todos debemos llevar a cabo. No señalamos los defectos y los pecados de los demás como si nosotros fuéramos intachables en nuestra conducta, sino reconociendo humildemente la propia condición y los estragos que también puede causar el mal en la vida personal y social.

Guardando un equilibrio como éste podremos ser más auténticos a la hora de señalar y oponernos a los pecados e injusticias. De esta forma evitaremos el puritanismo que a nivel mediático se burla e indigna de las faltas de los demás, pero a nivel personal y social fomenta esas mismas acciones de las que se escandaliza a nivel global.

La Iglesia constantemente nos invita a reflexionar con seriedad acerca de nuestras acciones y promueve algunos tiempos litúrgicos que acentúan la bondad de los espacios penitenciales que llevan la promesa de un verdadero cambio en nuestra vida, pues el auxilio nos viene del Señor y de su gracia para enfrentar las trampas, las seducciones y las artimañas del maligno.

Me parece que no sólo a nivel litúrgico, sino también a nivel social, hay tiempos impostergables para meternos en esta dinámica de reflexión sobre lo que somos, lo que hemos hecho, el mal que hemos provocado y el futuro que queremos construir.

Al inicio del capítulo 13 del evangelio de San Lucas le preguntaron a Jesús sobre el caso de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de sus sacrificios; también le preguntaron sobre los dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé. Jesús les respondió: “¿Creen ustedes que esos galileos sufrieron todo esto porque eran más pecadores que los demás? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera. ¿O creen que las dieciocho personas que murieron cuando se desplomó la torre de Siloé, eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera” (Lc 13,1-5).

Comentando este texto evangélico dice el cardenal Carlo María Martini: “Superando todo juicio moral sobre las acciones de individuos o de grupos, Jesús remite a la raíz profunda de todos estos males, es decir, a la pecaminosidad de todos, a la connivencia interior de cada uno con la violencia y con el mal, repitiendo dos veces: ‘Si ustedes no se convierten acabarán de la misma manera’. Invita a buscar en cada uno de nosotros los signos de nuestra complicidad con la injusticia. Nos advierte que no nos limitemos a erradicarla de aquí o de allá, sino que cambiemos la escala de valores, que cambiemos de vida”.

Nos ayudan también estas palabras del papa Francisco: "Cuando llegamos a entender, a la luz de la Cruz, el mal que somos capaces de hacer, y del que incluso formamos parte, podremos experimentar el auténtico remordimiento y el verdadero arrepentimiento. Sólo entonces podremos recibir la gracia de acercarnos unos a otros, con una verdadera contrición, dando y recibiendo el perdón verdadero".

Le exponían a Jesús las injusticias, los pecados y la maldad de los demás.

El Señor Jesús, sin dejar de referirse a esas situaciones evidentes de injusticias, pecados y maldad, aprovechaba la ocasión para hacer un fuerte llamado a la conversión y también para invitar a sus interlocutores a que fueran conscientes de la lucha contra el mal que todos escenificamos en el propio corazón.

Aunque había grupos opositores bien identificados en el mundo político y religioso de su tiempo, el Señor Jesús no reaccionaba de manera demagógica atizando rivalidades y dividiendo el mundo en buenos y malos, sino que rechazando esas malas acciones invitaba siempre a revisar la propia vida, ya que todos estamos expuestos a caer en el pecado y las injusticias, y corremos el riesgo de ser seducidos por el mal que descubrimos y rechazamos fácilmente en los demás.

A mayor escala resulta escandaloso e indignante enterarnos del mal proceder de los demás, pero a menor escala, en nuestro espacio vital, quizá nos movemos con la misma lógica de egoísmo, vanidad, mentiras y desprecio que siempre irá escalando de nivel hasta llegar a comprometer nuestra vida y afectar la vida de los demás.

Esto mismo lo reconocemos hablando de nuestra capacidad de reacción. Es decir, si se trata de las faltas de los demás reaccionamos de manera casi automática ante el mal proceder, pero si se trata de las propias acciones somos más lentos —en el mejor de los casos— para reaccionar y declararnos culpables, y —en el peor de los casos— buscamos la forma de justificarnos de nuestras malas acciones y hasta de esquivar la propia responsabilidad.

Por eso para nosotros siempre será fundamental poner como referente a Jesús. En primer lugar, no dejar de señalar las injusticias y la corrupción, especialmente lo que denigra la vida de los hermanos y provoca sufrimiento en los demás.

Y en segundo lugar, no olvidarnos de la lucha personal que todos debemos llevar a cabo. No señalamos los defectos y los pecados de los demás como si nosotros fuéramos intachables en nuestra conducta, sino reconociendo humildemente la propia condición y los estragos que también puede causar el mal en la vida personal y social.

Guardando un equilibrio como éste podremos ser más auténticos a la hora de señalar y oponernos a los pecados e injusticias. De esta forma evitaremos el puritanismo que a nivel mediático se burla e indigna de las faltas de los demás, pero a nivel personal y social fomenta esas mismas acciones de las que se escandaliza a nivel global.

La Iglesia constantemente nos invita a reflexionar con seriedad acerca de nuestras acciones y promueve algunos tiempos litúrgicos que acentúan la bondad de los espacios penitenciales que llevan la promesa de un verdadero cambio en nuestra vida, pues el auxilio nos viene del Señor y de su gracia para enfrentar las trampas, las seducciones y las artimañas del maligno.

Me parece que no sólo a nivel litúrgico, sino también a nivel social, hay tiempos impostergables para meternos en esta dinámica de reflexión sobre lo que somos, lo que hemos hecho, el mal que hemos provocado y el futuro que queremos construir.

Al inicio del capítulo 13 del evangelio de San Lucas le preguntaron a Jesús sobre el caso de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de sus sacrificios; también le preguntaron sobre los dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé. Jesús les respondió: “¿Creen ustedes que esos galileos sufrieron todo esto porque eran más pecadores que los demás? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera. ¿O creen que las dieciocho personas que murieron cuando se desplomó la torre de Siloé, eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera” (Lc 13,1-5).

Comentando este texto evangélico dice el cardenal Carlo María Martini: “Superando todo juicio moral sobre las acciones de individuos o de grupos, Jesús remite a la raíz profunda de todos estos males, es decir, a la pecaminosidad de todos, a la connivencia interior de cada uno con la violencia y con el mal, repitiendo dos veces: ‘Si ustedes no se convierten acabarán de la misma manera’. Invita a buscar en cada uno de nosotros los signos de nuestra complicidad con la injusticia. Nos advierte que no nos limitemos a erradicarla de aquí o de allá, sino que cambiemos la escala de valores, que cambiemos de vida”.

Nos ayudan también estas palabras del papa Francisco: "Cuando llegamos a entender, a la luz de la Cruz, el mal que somos capaces de hacer, y del que incluso formamos parte, podremos experimentar el auténtico remordimiento y el verdadero arrepentimiento. Sólo entonces podremos recibir la gracia de acercarnos unos a otros, con una verdadera contrición, dando y recibiendo el perdón verdadero".