/ martes 3 de julio de 2018

Neblina Morada/ Bruno Schulz: La infancia es periplo

De Polonia recuerdo tres narradores formidables: Stanislaw Lem, Wiltold Gombrowicz y Bruno Schulz

De Polonia recuerdo tres narradores formidables: Stanislaw Lem, Wiltold Gombrowicz y Bruno Schulz. Conozco otros, pero estos son mis favoritos. Hoy me centraré en uno de los mejores del siglo XX, pues de los otros dos he hablado antes. De origen judío, nacido en el imperio Habsbúrgico en la Galizia ucraniana, contemporáneo de Kafka y Musil, Schulz, como Walter Benjamin fue víctima de los nazis. Pero ese sí directamente, al ser ejecutado en la calle por un militar de un balazo, en el ghetto de Varsovia. Benjamin se suicidó por temor a ser apresado. Ambos de signo cáncer como Kafka, fungieron como pilares de la cultura contemporánea.

Con Kafka y Broch comparte la fijación por el padre; aunque a diferencia de aquéllos, es benéfica. En sus textos principales y acaso en toda su obra, esta figura de autoridad es un ser excéntrico, sumamente querido por su singularidad y su visión del mundo. La obra de Schulz, fincada en el estilo, absolutamente poético, inmensamente rico y brillante, lo erige como esos escritores franceses de la estirpe de Flaubert, Proust y Andre Pieyre de Mandiargues. Igualmente dibujante, con un sentido misterioso y artístico que define esa simbiosis: Hay un diálogo poderoso que revela esa relación. Sus dibujos, que no pinturas, operan por gracia de la fábula, hay ahí un sentido que sólo así es genésico; Kafka también dibujaba pero sus figuras eran expresionistas, seres articulados geométricamente como insectos. Entre los dos, allí terminan los paralelismos. Es sintomático que el tema central de Schulz sea la infancia, pero más aún: la figura del padre. Todo remite a él, la admiración, la continua referencia de este ser singular que pobló la infancia con sus prestidigitaciones; su mundo literario es ahistórico, algo que se remite a sí mismo, ni siquiera usa la alegoría como Kafka, sino que se centraba en ese universo cerrado. Al morir su padre, luego de una larga enfermedad, cayó casi en la indigencia, él era el único proveedor de su familia. No acabó su peregrinar nunca.

Era un autor que se nutría del mito, pero no a la manera de Thomas Mann, sino a la imaginería de la infancia, fábrica de mitos. Los otros, los de los griegos antiguos o egipcios milenarios no le interesaban.

Es considerado entre los escritores excéntricos, pero su rareza se sustenta en un estilo bellísimo. Parece regodearse en lo nimio, en temas cotidianos, en anécdotas que no poseen malicia, ni tensión, ni circularidad; es decir, va contra el canon del cuento tradicional. Sus textos pueden ser cuentos, relatos, simples prosas y hasta prosas poéticas. No importa, o incluso extractos de una novela total.

Schulz no es un autor de fragmentos como Kafka, ni un hacedor de parábolas como Roth, a quien apreciaba mucho por cierto. Ambos eran lectores del otro.

La única novela extensa El Mesías se perdió durante la Segunda Guerra Mundial y cayó en manos de los soviéticos. Se ha perdido. Es ya otro mito, tanto que hay una novela sobre ella. Nunca se encontró el cuerpo de Schulz, hablamos de una crónica de la diáspora, un pogromo personal que aniquiló a no pocos hombres celebres; él, entre ellos.

Su padre Jacob es su mejor personaje. En él se sintetiza ese judío mago, ese asiduo a la cábala, esa presencia benéfica que elabora una mitología perenne. Su infancia es el estatus idílico. Bruno escala hacia atrás y permanece en ese intocado sitio que es la inocencia original. El padre será el Virgilio de ese periplo, que como Benjamin Bratt, emprende todo el tiempo. De hecho uno de sus mejores relatos, El Jubilado es un regreso a la infancia, a la escuela, y el personaje al final se va volando en el aire. Es un prodigio de imaginación y un planteamiento epistemológico sobre el tiempo y el eterno retorno nietzscheano. Bruno emerge de un ámbito mítico: la tienda de telas de su padre, microcosmos que es el reducto de la sensualidad. Las tiendas de color canela otro de sus grandes textos, apela a eso. Una sinestésica mirada al mundo de los objetos, a la magia, a la poesía de las cosas simples. Como sabemos la infancia es el lugar mítico por naturaleza incluso a pesar de sí mismo. Schulz la reintegra en su poética. Escribe: “A veces, el Libro se dormía y el viento soplaba encima de él calladamente e igual que una rosa de cien pétalos, abría su corola pétalo a pétalo, párpado a párpado, todos ocultos, aterciopelados y somnolientos guardando en su seno una pupila azul, el ojo de un pavo real, un nido alborotado de colibríes”.

El libro que reúne su obra toda se llama Madurar hacia la infancia y es mucho más que una apología de lo silvestre y la ausencia de malicia, se trata de una busca incesante de la relación con los objetos y la naturaleza desde la curiosidad sin fronteras y hasta de un erotismo misterioso, sus dibujos escritos y sus palabras pintadas, lo saben.


bardamu64@hotmail.com

De Polonia recuerdo tres narradores formidables: Stanislaw Lem, Wiltold Gombrowicz y Bruno Schulz. Conozco otros, pero estos son mis favoritos. Hoy me centraré en uno de los mejores del siglo XX, pues de los otros dos he hablado antes. De origen judío, nacido en el imperio Habsbúrgico en la Galizia ucraniana, contemporáneo de Kafka y Musil, Schulz, como Walter Benjamin fue víctima de los nazis. Pero ese sí directamente, al ser ejecutado en la calle por un militar de un balazo, en el ghetto de Varsovia. Benjamin se suicidó por temor a ser apresado. Ambos de signo cáncer como Kafka, fungieron como pilares de la cultura contemporánea.

Con Kafka y Broch comparte la fijación por el padre; aunque a diferencia de aquéllos, es benéfica. En sus textos principales y acaso en toda su obra, esta figura de autoridad es un ser excéntrico, sumamente querido por su singularidad y su visión del mundo. La obra de Schulz, fincada en el estilo, absolutamente poético, inmensamente rico y brillante, lo erige como esos escritores franceses de la estirpe de Flaubert, Proust y Andre Pieyre de Mandiargues. Igualmente dibujante, con un sentido misterioso y artístico que define esa simbiosis: Hay un diálogo poderoso que revela esa relación. Sus dibujos, que no pinturas, operan por gracia de la fábula, hay ahí un sentido que sólo así es genésico; Kafka también dibujaba pero sus figuras eran expresionistas, seres articulados geométricamente como insectos. Entre los dos, allí terminan los paralelismos. Es sintomático que el tema central de Schulz sea la infancia, pero más aún: la figura del padre. Todo remite a él, la admiración, la continua referencia de este ser singular que pobló la infancia con sus prestidigitaciones; su mundo literario es ahistórico, algo que se remite a sí mismo, ni siquiera usa la alegoría como Kafka, sino que se centraba en ese universo cerrado. Al morir su padre, luego de una larga enfermedad, cayó casi en la indigencia, él era el único proveedor de su familia. No acabó su peregrinar nunca.

Era un autor que se nutría del mito, pero no a la manera de Thomas Mann, sino a la imaginería de la infancia, fábrica de mitos. Los otros, los de los griegos antiguos o egipcios milenarios no le interesaban.

Es considerado entre los escritores excéntricos, pero su rareza se sustenta en un estilo bellísimo. Parece regodearse en lo nimio, en temas cotidianos, en anécdotas que no poseen malicia, ni tensión, ni circularidad; es decir, va contra el canon del cuento tradicional. Sus textos pueden ser cuentos, relatos, simples prosas y hasta prosas poéticas. No importa, o incluso extractos de una novela total.

Schulz no es un autor de fragmentos como Kafka, ni un hacedor de parábolas como Roth, a quien apreciaba mucho por cierto. Ambos eran lectores del otro.

La única novela extensa El Mesías se perdió durante la Segunda Guerra Mundial y cayó en manos de los soviéticos. Se ha perdido. Es ya otro mito, tanto que hay una novela sobre ella. Nunca se encontró el cuerpo de Schulz, hablamos de una crónica de la diáspora, un pogromo personal que aniquiló a no pocos hombres celebres; él, entre ellos.

Su padre Jacob es su mejor personaje. En él se sintetiza ese judío mago, ese asiduo a la cábala, esa presencia benéfica que elabora una mitología perenne. Su infancia es el estatus idílico. Bruno escala hacia atrás y permanece en ese intocado sitio que es la inocencia original. El padre será el Virgilio de ese periplo, que como Benjamin Bratt, emprende todo el tiempo. De hecho uno de sus mejores relatos, El Jubilado es un regreso a la infancia, a la escuela, y el personaje al final se va volando en el aire. Es un prodigio de imaginación y un planteamiento epistemológico sobre el tiempo y el eterno retorno nietzscheano. Bruno emerge de un ámbito mítico: la tienda de telas de su padre, microcosmos que es el reducto de la sensualidad. Las tiendas de color canela otro de sus grandes textos, apela a eso. Una sinestésica mirada al mundo de los objetos, a la magia, a la poesía de las cosas simples. Como sabemos la infancia es el lugar mítico por naturaleza incluso a pesar de sí mismo. Schulz la reintegra en su poética. Escribe: “A veces, el Libro se dormía y el viento soplaba encima de él calladamente e igual que una rosa de cien pétalos, abría su corola pétalo a pétalo, párpado a párpado, todos ocultos, aterciopelados y somnolientos guardando en su seno una pupila azul, el ojo de un pavo real, un nido alborotado de colibríes”.

El libro que reúne su obra toda se llama Madurar hacia la infancia y es mucho más que una apología de lo silvestre y la ausencia de malicia, se trata de una busca incesante de la relación con los objetos y la naturaleza desde la curiosidad sin fronteras y hasta de un erotismo misterioso, sus dibujos escritos y sus palabras pintadas, lo saben.


bardamu64@hotmail.com

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