/ domingo 31 de mayo de 2020

La historia de Lía: cuando el machismo mata

Educada bajo un rancio catolicismo, la niña de 12 años escapó de la violencia que imperaba en su hogar de la mano de la muerte

Cuando apenas tenía 12 años, la pequeña Lía se dio cuenta de que despertaba el deseo entre los hombres.

Al salir a la calle, del brazo de su madre, descubría las miradas, tiernas algunas y lascivas otras, que recorrían su espigada figura. Aunque bajaba la mirada, temerosa, sentía que algo recorría su cuerpo, desde los pies hasta la cabeza.

Un día, un hombre mayor, casi adulto, le lanzó una mirada, una sonrisa, un beso y Lía sonrió con encanto, pero sintió sobre su espalda el peso de la culpa, porque en su casa le habían enseñado que despertar deseos era malo y consentirlos era peor. Así lo había aprendido su madre de su abuela y así la abuela de la bisabuela.

En casa, cuando se paraba frente al espejo, Lía se veía hermosa y sonreía. Su rostro resplandeciente, las pecas de sus mejillas, sus gruesos labios rojos, su blanquísima sonrisa, el pelo rizado que se iluminaba por los rayos del sol que en la tarde bailaban entre los cristales de su recámara y el tocador, eran un espectáculo a la mirada.

II

Su madre, formada en el catolicismo más rancio, estaba casada con el hijo de un pastor de una iglesia evangélica a cuyo padre, sus mismos feligreses, lo habían apedreado enfrente del templo, luego de que descubrieron los abusos que había cometido con varias menores.

—Quítate esa ropa, no te pongas esta, cómo crees que vas a salir con este pantalón ajustado a la calle, le decía doña Sara, a la pequeña Lía, al enseñarle que el cuerpo es malo, que los deseos son malos y que la carne es ocasión de pecado y causa de condenación e infierno.

Sumidos en un barrio muy pobre de esa gran ciudad, Josué había asumido el exilio, como un castigo de Dios por las aberraciones cometidas por su padre en el pueblo donde predicó. Llevaba inyectada en la sangre la culpa y una malformada visión de penitencia y miedo que lo obligaba a castigarse constantemente.

III

Josué amaba profundamente a la pequeña Lía, pero tenía miedo de que su hermoso cuerpo fuera arrebatado por el demonio en ese barrio de prostitutas, homosexuales, mujeres abandonadas con hijos, ladrones y hacinamiento humano.

Por eso, se justificaba, tenía que ser severo con Sara, para enseñarle a Lía que sólo la disciplina y el esfuerzo nos pueden ayudar a ser más humanos. Así, cuando llegaba a casa, agotado por el trabajo del día y frustrado por las condiciones de lo que él llamaba “el exilio”, se desquitaba tirando los guisos desabridos, golpeando la mesa, rompiendo los muebles viejos o azotando en la pared a la pobre de Sara.

Sara aceptaba con humilde resignación todo lo que pasaba en esos cuartitos de vecindad y repetía la frase que le escuchaba a su madre, cuando vivía la misma situación con su padre. “Aquí nos tocó vivir. Ya está de Dios. Que se haga su voluntad”. Cuando Lía intentaba intervenir, Sara la detenía y con los ojos hinchados de tanto llorar, le decía: m’ija, deja, así está bien, no molestes a tu papá.

IV

Cuando Lía cumplió 13 años conoció a David. Los peluches que en la primera infancia le habían regalado, ya no satisfacían sus deseos de cariño y afecto. De 35 años de edad, David la trató con cariño, le dio el primer beso, estrechó su cuerpo tibio y le dijo que la sacaría de ese lugar, para casarse con ella.

Un día, le comentó que ya tenía preparado todo, pero que quería tener la seguridad de que ella deseaba estar con él. Aunque le dio miedo, Lía no dudó y se entregó a David en el sofá de un cuartucho viejo, lleno de polvo y cachivaches. Lloró en silencio y corrió a su casa para lavarse no solo la sangre que chorreó desde su intimidad, sino la culpa que le amartillaba la cabeza como un badajo de campana que llama a misa.

Con una pequeña maleta en mano, Lía salió a la estación donde había quedado de verse con David, quien nunca apareció. Llorando, con el alma destrozada y el cuerpo adolorido, la pequeña Lía fue abordada por unos policías que la llevaron a la estación para interrogarla.

Cuando conocieron el caso, los hombres, sin ningún pudor, siguieron abusando de ella. Como si de un Cristo martirizado se tratara, los policías lanzaron monedas para decidir quién iba primero y luego se rifaron su ropa íntima. Cuando le dijeron que la llevarían a su casa, para acusar “al tal David”, ella les pidió que no, que mejor la dejaran tirada en la calle. Les rogó. Les suplicó. No la escucharon.

“Solidarios”, los hombres la llevaron a su casa y ahí, casi al oído, le contaron la “desgracia” de esta niña que se había entregado a los brazos de un hombre mayor, manchando el honor de esa familia.

Esa misma noche, después de meterse medio litro de Highland Chief, entre pecho y espalda, Josué tomó el cuchillo más afilado de la cocina, se metió al cuarto de Lía y la degolló con absoluta crueldad, para limpiar el honor de la familia.

Cuando apenas tenía 12 años, la pequeña Lía se dio cuenta de que despertaba el deseo entre los hombres.

Al salir a la calle, del brazo de su madre, descubría las miradas, tiernas algunas y lascivas otras, que recorrían su espigada figura. Aunque bajaba la mirada, temerosa, sentía que algo recorría su cuerpo, desde los pies hasta la cabeza.

Un día, un hombre mayor, casi adulto, le lanzó una mirada, una sonrisa, un beso y Lía sonrió con encanto, pero sintió sobre su espalda el peso de la culpa, porque en su casa le habían enseñado que despertar deseos era malo y consentirlos era peor. Así lo había aprendido su madre de su abuela y así la abuela de la bisabuela.

En casa, cuando se paraba frente al espejo, Lía se veía hermosa y sonreía. Su rostro resplandeciente, las pecas de sus mejillas, sus gruesos labios rojos, su blanquísima sonrisa, el pelo rizado que se iluminaba por los rayos del sol que en la tarde bailaban entre los cristales de su recámara y el tocador, eran un espectáculo a la mirada.

II

Su madre, formada en el catolicismo más rancio, estaba casada con el hijo de un pastor de una iglesia evangélica a cuyo padre, sus mismos feligreses, lo habían apedreado enfrente del templo, luego de que descubrieron los abusos que había cometido con varias menores.

—Quítate esa ropa, no te pongas esta, cómo crees que vas a salir con este pantalón ajustado a la calle, le decía doña Sara, a la pequeña Lía, al enseñarle que el cuerpo es malo, que los deseos son malos y que la carne es ocasión de pecado y causa de condenación e infierno.

Sumidos en un barrio muy pobre de esa gran ciudad, Josué había asumido el exilio, como un castigo de Dios por las aberraciones cometidas por su padre en el pueblo donde predicó. Llevaba inyectada en la sangre la culpa y una malformada visión de penitencia y miedo que lo obligaba a castigarse constantemente.

III

Josué amaba profundamente a la pequeña Lía, pero tenía miedo de que su hermoso cuerpo fuera arrebatado por el demonio en ese barrio de prostitutas, homosexuales, mujeres abandonadas con hijos, ladrones y hacinamiento humano.

Por eso, se justificaba, tenía que ser severo con Sara, para enseñarle a Lía que sólo la disciplina y el esfuerzo nos pueden ayudar a ser más humanos. Así, cuando llegaba a casa, agotado por el trabajo del día y frustrado por las condiciones de lo que él llamaba “el exilio”, se desquitaba tirando los guisos desabridos, golpeando la mesa, rompiendo los muebles viejos o azotando en la pared a la pobre de Sara.

Sara aceptaba con humilde resignación todo lo que pasaba en esos cuartitos de vecindad y repetía la frase que le escuchaba a su madre, cuando vivía la misma situación con su padre. “Aquí nos tocó vivir. Ya está de Dios. Que se haga su voluntad”. Cuando Lía intentaba intervenir, Sara la detenía y con los ojos hinchados de tanto llorar, le decía: m’ija, deja, así está bien, no molestes a tu papá.

IV

Cuando Lía cumplió 13 años conoció a David. Los peluches que en la primera infancia le habían regalado, ya no satisfacían sus deseos de cariño y afecto. De 35 años de edad, David la trató con cariño, le dio el primer beso, estrechó su cuerpo tibio y le dijo que la sacaría de ese lugar, para casarse con ella.

Un día, le comentó que ya tenía preparado todo, pero que quería tener la seguridad de que ella deseaba estar con él. Aunque le dio miedo, Lía no dudó y se entregó a David en el sofá de un cuartucho viejo, lleno de polvo y cachivaches. Lloró en silencio y corrió a su casa para lavarse no solo la sangre que chorreó desde su intimidad, sino la culpa que le amartillaba la cabeza como un badajo de campana que llama a misa.

Con una pequeña maleta en mano, Lía salió a la estación donde había quedado de verse con David, quien nunca apareció. Llorando, con el alma destrozada y el cuerpo adolorido, la pequeña Lía fue abordada por unos policías que la llevaron a la estación para interrogarla.

Cuando conocieron el caso, los hombres, sin ningún pudor, siguieron abusando de ella. Como si de un Cristo martirizado se tratara, los policías lanzaron monedas para decidir quién iba primero y luego se rifaron su ropa íntima. Cuando le dijeron que la llevarían a su casa, para acusar “al tal David”, ella les pidió que no, que mejor la dejaran tirada en la calle. Les rogó. Les suplicó. No la escucharon.

“Solidarios”, los hombres la llevaron a su casa y ahí, casi al oído, le contaron la “desgracia” de esta niña que se había entregado a los brazos de un hombre mayor, manchando el honor de esa familia.

Esa misma noche, después de meterse medio litro de Highland Chief, entre pecho y espalda, Josué tomó el cuchillo más afilado de la cocina, se metió al cuarto de Lía y la degolló con absoluta crueldad, para limpiar el honor de la familia.

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