/ domingo 17 de mayo de 2020

Se llevaron a nuestros hijos y ahora nos traen despensas | Relato dominical de M. Valera

En esta entrega, Don Neto recuerda con dolor como sus hijos cayeron en la manos de delincuentes

Don Neto apretó los dientes con fuerza y crispó las manos, mostrando las venas y los músculos que el trabajo del campo le habían dejado a lo largo de los años.

Desde el patio de su casa, donde descansaba luego de la faena matutina, vio cómo llegaron cuatro camionetas negras al pueblo. Dejó el vaso de agua fresca que tenía en la mesa del corredor y se metió a la casa, para cerrar puertas y ventanas.

Entró al cuarto de sus hijas, intacto desde aquel día que se las llevaron, abrió el ropero lacado que un carpintero de Tlacotalpan le talló como una obra de arte y sacó una Winchester M97 que su hijo, periodista en la capital, le había conseguido de manera legal en una tienda de armas.

De un cajón sacó 10 cartuchos del 16, colocó con delicadeza cinco en el depósito tubular de esta escopeta de corredera que mantenía siempre limpia, reluciente y se metió otros cinco a la bolsa del pantalón. De playera blanca, sudado por el agobiante calor de la tarde, don Neto se colocó cerca de la ventana para ver el movimiento de la gente en el campo de futbol.

Con su mano derecha sostenía esta escopeta de casi 4 kilos, con la que los gringos pelearon en dos guerras mundiales, en Corea y Vietnam. “Ésta fue una de las últimas que se produjeron en 1957”, le dijo su hijo al mostrarle la papeleta.

II

Mientras gotas de sudor recorrían su rostro, por su mente, pasaba la historia de su vida. Sabía que un día, cualquiera, enfrentaría a esos delincuentes, vengaría a sus hijas, a su hijo menor y quedaría tirado en el solar, rafagueado por los maleantes. “Pero les va a costar. Al menos a unos cuantos me voy a llevar”, solía decirle a sus amigos que de vez en cuando pasaban a visitarlo para probar las garrafas de cristal con nanche, maracuyá y crucetillo, añejadas con aguardiente de Mahuixtlán, que guardaba celosamente. Todos en el pueblo sabían, porque a todos algo les había pasado, que el grupo delincuencial había llegado a la zona y primero se llevó a los muchachos. Los secuestraban, los obligaban a hacerse delincuentes, a trabajar para ellos y si bien les iba, los entregaban en pedazos, en bolsas negras. De los más desafortunados —si se pudiera usar la expresión— nunca se volvía a saber nada. Después, empezaron a llevarse a las muchachas. Si alguna les gustaba la tomaban como si fuera una cosa y se la llevaban. Pasaba lo mismo. Para intentar sobrevivir algunas terminaban de “novias” de algún jefe o prostituidas entre la banda o en alguna otra zona de la región sur. Si eran rebeldes, terminaban tiradas en un caño, en una cuneta de la carretera o en medio de un cañal, como alimento de ratas, culebras y zopilotes.

Cuando los hijos y las hijas se acabaron, llegaron por el ganado, los caballos, los burros y las cuotas. Mucha gente se fue del pueblo. Era imposible vivir ahí y llevarles el ritmo. ¿Las autoridades? Ellos eran la autoridad y todo se hacía como ellos decían.

III

Don Neto guardaba en su corazón ese dolor que le quemaba el alma, más que el fuego de los cañaverales. Su hijo menor y sus dos hijas cayeron en las manos de esos delincuentes. Su hijo mayor se salvó porque se fue a la capital y se hizo periodista. Él y su esposa, doña Vero, sufrieron el peor de los dolores de un ser humano y ahí estaban, rezando como el buen Job: “Si Dios me lo dio, Dios me lo quitó”, pero con el rifle listo, para vengarse y acabar de una buena vez con esta farsa de la vida, decía.

Por la ventana, esa tarde de sábado, vio con tristeza cómo la gente se arremolinó para recibir una despensa que el grupo delincuencial les llevó, argumentando la carestía por la pandemia del Covid-19. Le dio tristeza y se dobló, como si un bulto de azúcar, de 50 kilos, le cayera en los hombros. Su mujer lo vio, desde la mesa del comedor y se puso de pie. —Mira, Vero. No los juzgo, porque todos tenemos necesidades, pero qué poca memoria tienen nuestros paisanos.

“Esto es dejarte humillar, dejarte pisotear. Se llevaron a nuestros hijos, se llevaron nuestro patrimonio y ahora nos traen despensas. ¡Dios, qué significa esto!”, dijo como en un sollozo, doña Vero. “Que Dios los bendiga. Como decía la mamá Yoya, tiene uno necesidad, pero también hay que tener dignidad”.

Una llamada a su teléfono móvil los sacó de sus reflexiones. —Es Andrés. —Contéstale, seguramente ya se enteró, dijo don Neto. —Andrés, ¿cómo estás mijo? —Bien mamá, ¿cómo están ustedes? —Aquí estamos. —Oye mamá, estoy viendo por redes sociales y whatsApp que estos cabrones están en el pueblo. —Sí hijo, aquí están y ya sabes, tu papá está ya con la escopeta.

—Tengan cuidado, por favor, tranquilízalo, dile que se tienen que ir pronto. —Sí, no te preocupes. ¿Qué vas a hacer? —Nada mamá, yo no voy a publicar nada. Quieren propaganda. La gente no tiene memoria. Se les olvida todo el daño que nos han hecho. Y ahorita, ya sabes, hay intereses políticos detrás de ellos. Ya han hecho mucho daño y no vamos a caer en su juego de darles publicidad. Andrés colgó el teléfono. Don Neto apretó más fuerte la Winchester 1897, con coraje, pensando en sus hijos y en las desgracias que le habían tocado vivir, más duras y tristes que la pandemia del Covid-19.

Don Neto apretó los dientes con fuerza y crispó las manos, mostrando las venas y los músculos que el trabajo del campo le habían dejado a lo largo de los años.

Desde el patio de su casa, donde descansaba luego de la faena matutina, vio cómo llegaron cuatro camionetas negras al pueblo. Dejó el vaso de agua fresca que tenía en la mesa del corredor y se metió a la casa, para cerrar puertas y ventanas.

Entró al cuarto de sus hijas, intacto desde aquel día que se las llevaron, abrió el ropero lacado que un carpintero de Tlacotalpan le talló como una obra de arte y sacó una Winchester M97 que su hijo, periodista en la capital, le había conseguido de manera legal en una tienda de armas.

De un cajón sacó 10 cartuchos del 16, colocó con delicadeza cinco en el depósito tubular de esta escopeta de corredera que mantenía siempre limpia, reluciente y se metió otros cinco a la bolsa del pantalón. De playera blanca, sudado por el agobiante calor de la tarde, don Neto se colocó cerca de la ventana para ver el movimiento de la gente en el campo de futbol.

Con su mano derecha sostenía esta escopeta de casi 4 kilos, con la que los gringos pelearon en dos guerras mundiales, en Corea y Vietnam. “Ésta fue una de las últimas que se produjeron en 1957”, le dijo su hijo al mostrarle la papeleta.

II

Mientras gotas de sudor recorrían su rostro, por su mente, pasaba la historia de su vida. Sabía que un día, cualquiera, enfrentaría a esos delincuentes, vengaría a sus hijas, a su hijo menor y quedaría tirado en el solar, rafagueado por los maleantes. “Pero les va a costar. Al menos a unos cuantos me voy a llevar”, solía decirle a sus amigos que de vez en cuando pasaban a visitarlo para probar las garrafas de cristal con nanche, maracuyá y crucetillo, añejadas con aguardiente de Mahuixtlán, que guardaba celosamente. Todos en el pueblo sabían, porque a todos algo les había pasado, que el grupo delincuencial había llegado a la zona y primero se llevó a los muchachos. Los secuestraban, los obligaban a hacerse delincuentes, a trabajar para ellos y si bien les iba, los entregaban en pedazos, en bolsas negras. De los más desafortunados —si se pudiera usar la expresión— nunca se volvía a saber nada. Después, empezaron a llevarse a las muchachas. Si alguna les gustaba la tomaban como si fuera una cosa y se la llevaban. Pasaba lo mismo. Para intentar sobrevivir algunas terminaban de “novias” de algún jefe o prostituidas entre la banda o en alguna otra zona de la región sur. Si eran rebeldes, terminaban tiradas en un caño, en una cuneta de la carretera o en medio de un cañal, como alimento de ratas, culebras y zopilotes.

Cuando los hijos y las hijas se acabaron, llegaron por el ganado, los caballos, los burros y las cuotas. Mucha gente se fue del pueblo. Era imposible vivir ahí y llevarles el ritmo. ¿Las autoridades? Ellos eran la autoridad y todo se hacía como ellos decían.

III

Don Neto guardaba en su corazón ese dolor que le quemaba el alma, más que el fuego de los cañaverales. Su hijo menor y sus dos hijas cayeron en las manos de esos delincuentes. Su hijo mayor se salvó porque se fue a la capital y se hizo periodista. Él y su esposa, doña Vero, sufrieron el peor de los dolores de un ser humano y ahí estaban, rezando como el buen Job: “Si Dios me lo dio, Dios me lo quitó”, pero con el rifle listo, para vengarse y acabar de una buena vez con esta farsa de la vida, decía.

Por la ventana, esa tarde de sábado, vio con tristeza cómo la gente se arremolinó para recibir una despensa que el grupo delincuencial les llevó, argumentando la carestía por la pandemia del Covid-19. Le dio tristeza y se dobló, como si un bulto de azúcar, de 50 kilos, le cayera en los hombros. Su mujer lo vio, desde la mesa del comedor y se puso de pie. —Mira, Vero. No los juzgo, porque todos tenemos necesidades, pero qué poca memoria tienen nuestros paisanos.

“Esto es dejarte humillar, dejarte pisotear. Se llevaron a nuestros hijos, se llevaron nuestro patrimonio y ahora nos traen despensas. ¡Dios, qué significa esto!”, dijo como en un sollozo, doña Vero. “Que Dios los bendiga. Como decía la mamá Yoya, tiene uno necesidad, pero también hay que tener dignidad”.

Una llamada a su teléfono móvil los sacó de sus reflexiones. —Es Andrés. —Contéstale, seguramente ya se enteró, dijo don Neto. —Andrés, ¿cómo estás mijo? —Bien mamá, ¿cómo están ustedes? —Aquí estamos. —Oye mamá, estoy viendo por redes sociales y whatsApp que estos cabrones están en el pueblo. —Sí hijo, aquí están y ya sabes, tu papá está ya con la escopeta.

—Tengan cuidado, por favor, tranquilízalo, dile que se tienen que ir pronto. —Sí, no te preocupes. ¿Qué vas a hacer? —Nada mamá, yo no voy a publicar nada. Quieren propaganda. La gente no tiene memoria. Se les olvida todo el daño que nos han hecho. Y ahorita, ya sabes, hay intereses políticos detrás de ellos. Ya han hecho mucho daño y no vamos a caer en su juego de darles publicidad. Andrés colgó el teléfono. Don Neto apretó más fuerte la Winchester 1897, con coraje, pensando en sus hijos y en las desgracias que le habían tocado vivir, más duras y tristes que la pandemia del Covid-19.

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