/ martes 11 de diciembre de 2018

La buena vida / Navidad serrana

Este cuento me lo volvieron a pedir mis queridos lectores; gracias, muchas  gracias,  ahí les va con todo mi cariño

Las navidades en Naolinco son húmedas y frías, con neblina densa y un pertinaz chipi- chipi que da lustre a sus callejones empedrados. Juan Antonio Molina, un naolinqueño de prosapia, era un ranchero galán; de botines color naranja, bigotón retorcido, guapo, alto, fuerte y en su mejor edad.

Sin duda el partido más codiciado entre las casaderas de la región... pero tenía un gravísimo defecto: era avaro, supremamente avaro, de esos que andan recogiendo el último clavito oxidado en las banquetas. Vivía en las orillas del hermoso pueblo zapatero y esa mañana había ido a Xalapa a comprar sus viandas para celebrar la navidad, como era su costumbre, en solitario. Al anochecer regresó a su cabaña de la loma con una generosa dotación de carnes frías, aceitunas, quesos, piñones, nueces, orejones, vinos, tequilas, sidras y un apetitoso y bien cebado guajolote ahumado.

-Todo, todito para mí, hasta el último huesito. Sin mujer que me exija, ni perro que mendigue, pensaba para sí mismo el ranchero acariciando su espeso bigote, que con todo y sus riquezas era incapaz de dar una limosna, ni de ofrecer una rosa a las guapas solteras de Naolinco; ni siquiera de poner flores en la tumba de sus padres, señalada con una pobre y carcomida cruz de pino. Todo en él era atesorar y acumular. Las palabras ofrecer y soltar no figuraban en su muy particular diccionario. Así era este personaje, quien en la noche de navidad se aprestaba muy encapotado a abrir los múltiples cerrojos de su vivienda cuando escuchó voces requiriéndolo: “Juan Toño, Juan Toño”. Contrariado, reaccionó instintivamente escondiendo las apetitosas viandas bajo su grueso capote y a su vez, interpeló con amedrentador vozarrón: -¿Quiénes son ustedes? ¿Qué buscan? Estoy ocupado. Pero esto no arredró a los inesperados visitantes que seguían acercándose empuñando unas antorchas mortecinas en gran vocinglería:

“-Invita Juan Toño, invita”.

Molina, a punto de estallar, iba a emprenderla contra los merodeadores, pero en ese preciso momento las antorchas dejaron ver los rostros de los inesperados visitantes y Molina se petrificó. Todos y cada uno de ellos eran conocidos de Juan Toño, pero todos y cada uno de ellos habían muerto en diferentes épocas y circunstancias. Ahí estaba el expresidente municipal Faustino, muerto por fulminante pulmonía, era el líder del festivo grupo de ultratumba. Junto a él, borracho como de costumbre, Crecencio, el notario, quien llegó al “más allá” aplastado por su propio caballo. Migue y su guitarra. Este difunto fue asesinado por un celoso marido.

El más gritón Pedro, su medio hermano, ahogado en la cascada. El abrazaba pecaminosamente a Julia, la solícita mesera desaparecida en Veracruz. “La Leona” junto a su comadre Guillermina, a ellas la fiesta no les alcanzó mientras vivieron. Y muchos otros desaparecidos y desparecidas que formaban un coro parlanchín, exigente…y difunto.

Molina se bebió de un golpe su trago y se sirvió otro, otro, otro y otro (tan buen tequila y tan caro) hasta que empezó a hacer bizcos y a sobarse las manos en cuanto vio acercarse a Oralia, muerta en trágico accidente, que lo invitó a bailar diciéndole: -Cálmate mijo, cálmate. Primero me concedes esta pieza. A Molina ya no le quedó otra que salir a bailar al son de los boleros de Migue y al tiempo que escuchaba los taponazos de las botellas de sidra, se abandonó a la cadencia de Oralia, quien aunque estaba un poquito fría, tenía sus exuberancias bien acomodadas y a plena disposición. Las risas, los aplausos, los coros, el festín, el pavo, las frutas secas, los turrones, los bailes y los besos menudearon hasta el amanecer. A la mañana siguiente, casi a mediodía, Juan Toño se despertó con una cruda cegadora, pensando que todo había sido una alucinación. Pero al ver el fenomenal tiradero: huesos de pavo roídos, botellas descorchadas y liquidadas, platos y vasos regados por todos lados; y sobre todo, la guitarra de Migue abandonada en la mesa del comedor, supo que esta había sido su mejor navidad. Desde ese día, Juan Toño cambió su vida, se convirtió en un hombre generoso, mecenas de su pueblo y de sus oficios. Y con el tiempo hasta en esposo modelo, padre abnegado y ejemplo de su comunidad, gracias a la enseñanza navideña de sus maestros de ultratumba.


taca.campos@gmail.com

Las navidades en Naolinco son húmedas y frías, con neblina densa y un pertinaz chipi- chipi que da lustre a sus callejones empedrados. Juan Antonio Molina, un naolinqueño de prosapia, era un ranchero galán; de botines color naranja, bigotón retorcido, guapo, alto, fuerte y en su mejor edad.

Sin duda el partido más codiciado entre las casaderas de la región... pero tenía un gravísimo defecto: era avaro, supremamente avaro, de esos que andan recogiendo el último clavito oxidado en las banquetas. Vivía en las orillas del hermoso pueblo zapatero y esa mañana había ido a Xalapa a comprar sus viandas para celebrar la navidad, como era su costumbre, en solitario. Al anochecer regresó a su cabaña de la loma con una generosa dotación de carnes frías, aceitunas, quesos, piñones, nueces, orejones, vinos, tequilas, sidras y un apetitoso y bien cebado guajolote ahumado.

-Todo, todito para mí, hasta el último huesito. Sin mujer que me exija, ni perro que mendigue, pensaba para sí mismo el ranchero acariciando su espeso bigote, que con todo y sus riquezas era incapaz de dar una limosna, ni de ofrecer una rosa a las guapas solteras de Naolinco; ni siquiera de poner flores en la tumba de sus padres, señalada con una pobre y carcomida cruz de pino. Todo en él era atesorar y acumular. Las palabras ofrecer y soltar no figuraban en su muy particular diccionario. Así era este personaje, quien en la noche de navidad se aprestaba muy encapotado a abrir los múltiples cerrojos de su vivienda cuando escuchó voces requiriéndolo: “Juan Toño, Juan Toño”. Contrariado, reaccionó instintivamente escondiendo las apetitosas viandas bajo su grueso capote y a su vez, interpeló con amedrentador vozarrón: -¿Quiénes son ustedes? ¿Qué buscan? Estoy ocupado. Pero esto no arredró a los inesperados visitantes que seguían acercándose empuñando unas antorchas mortecinas en gran vocinglería:

“-Invita Juan Toño, invita”.

Molina, a punto de estallar, iba a emprenderla contra los merodeadores, pero en ese preciso momento las antorchas dejaron ver los rostros de los inesperados visitantes y Molina se petrificó. Todos y cada uno de ellos eran conocidos de Juan Toño, pero todos y cada uno de ellos habían muerto en diferentes épocas y circunstancias. Ahí estaba el expresidente municipal Faustino, muerto por fulminante pulmonía, era el líder del festivo grupo de ultratumba. Junto a él, borracho como de costumbre, Crecencio, el notario, quien llegó al “más allá” aplastado por su propio caballo. Migue y su guitarra. Este difunto fue asesinado por un celoso marido.

El más gritón Pedro, su medio hermano, ahogado en la cascada. El abrazaba pecaminosamente a Julia, la solícita mesera desaparecida en Veracruz. “La Leona” junto a su comadre Guillermina, a ellas la fiesta no les alcanzó mientras vivieron. Y muchos otros desaparecidos y desparecidas que formaban un coro parlanchín, exigente…y difunto.

Molina se bebió de un golpe su trago y se sirvió otro, otro, otro y otro (tan buen tequila y tan caro) hasta que empezó a hacer bizcos y a sobarse las manos en cuanto vio acercarse a Oralia, muerta en trágico accidente, que lo invitó a bailar diciéndole: -Cálmate mijo, cálmate. Primero me concedes esta pieza. A Molina ya no le quedó otra que salir a bailar al son de los boleros de Migue y al tiempo que escuchaba los taponazos de las botellas de sidra, se abandonó a la cadencia de Oralia, quien aunque estaba un poquito fría, tenía sus exuberancias bien acomodadas y a plena disposición. Las risas, los aplausos, los coros, el festín, el pavo, las frutas secas, los turrones, los bailes y los besos menudearon hasta el amanecer. A la mañana siguiente, casi a mediodía, Juan Toño se despertó con una cruda cegadora, pensando que todo había sido una alucinación. Pero al ver el fenomenal tiradero: huesos de pavo roídos, botellas descorchadas y liquidadas, platos y vasos regados por todos lados; y sobre todo, la guitarra de Migue abandonada en la mesa del comedor, supo que esta había sido su mejor navidad. Desde ese día, Juan Toño cambió su vida, se convirtió en un hombre generoso, mecenas de su pueblo y de sus oficios. Y con el tiempo hasta en esposo modelo, padre abnegado y ejemplo de su comunidad, gracias a la enseñanza navideña de sus maestros de ultratumba.


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