/ domingo 20 de diciembre de 2020

Hay que hacerse pequeño para entrar a esa puerta; ve por qué

En esta entrega Miguel Valera nos cuenta sobre la sorprendente historia de un viajero que llegó a conocer la puerta de Belén y todo lo que se rumora de este emblemático sitio

Cuando llegó a Belén, luego de viajar unos 10 kilómetros en autobús desde Jerusalén por Emek Refa’im St y Hebron Rd, Ramiro se sorprendió por el tráfico y el bullicio de esta ciudad que parecía un racimo de borregos blancos lanudos montados sobre un cerrillo. Le llamó poderosamente la atención ver tantas mezquitas musulmanes en la ciudad en donde la tradición cristiana dice que nació Jesús, el Hijo de Dios.

Mientras cruzaba Manger Square, se detuvo frente a un puesto de artesanías, que le recordaron los zocos que conoció en Marrakesh. Ahí, cruzó su mirada con un hombre elegante, con una hermosa barba blanca, que llevaba una chía y la ropa al estilo de los judíos marroquíes y pensó en el padre de Élie Dahan, el joven con el que Elías Canetti convivió en Las voces de Marrakesh.

Poseía una cabeza grande y redonda de amplia frente; pero lo que más le atrajo, fueron sus ojos risueños, dijo, citando el texto del judío sefardí. Ahí, mientras se le cruzaban estas intertextualidades existenciales, compró un “portal de Belén” para llevarle a su pequeña nieta Natalia, quien en Navidad nunca se cansaba de jugar alrededor del árbol, con infinidad de figuras en miniatura de ángeles, asnos, pastores y cabras, recordando el día en que Cristo llegó a la tierra.

II

Antes de entrar a la iglesia de la Natividad, se quedó mirando el ir y venir de turistas cristianos, judíos y musulmanes, que se entremezclaban con los vendedores locales de belenes, reliquias, postales, llaveros y artesanías. Reparó nuevamente en la pequeña mezquita que enfrente del templo católico, el más antiguo de la cristiandad, constituían un sincrético cuadro de la polifonía religiosa de la ciudad.

Sin embargo, quedó absorto ante “la puerta de la humildad”, una abertura minúscula para entrar a la gruta de Belén. Ya el guía de turista le había explicado que esa puerta era normal, de gran altura, pero que en tiempo de Las Cruzadas, los soldados entraban a caballo y para evitar eso y los saqueos, se selló la puerta original y se habilitó este minúsculo acceso para los visitantes. Ramiro pensó en la historia, pero sobre todo en la alegoría: hay que hacerse pequeño, para entrar a Belén.

También recordó cuando un día el padre José Luis Martín Descalzo dijo en una misa de Navidad que hay que acercarse a esta página evangélica “aniñándose, porque Belén es un lugar no apto para mayores”.

Ramiro encogió su cuerpo, se agachó, pensó en el espíritu de los niños, plenos de inocencia, limpios de maldad y en su capacidad de asombrarse, de admirar lo siempre nuevo. Recordó cuando leyó en algún libro de Fulton J. Sheen, una reflexión sobre el “otra vez, otra vez”, de los niños, porque a ellos no les cansa el presente ni piensan en el futuro.

III

Pero sobre todo, Ramiro reflexionaba en las palabras del padre Descalzo, cuando les contó que Belén fue el comienzo de la gran locura. Ahí, decía el clérigo y escritor, inicia la historia de un Dios que se hace niño en un portal. Los incrédulos dicen que es una bella fábula y los creyentes lo viven como si lo fuera. Frente a este comienzo de la gran locura unos se defienden con su incredulidad y otros con toneladas de azúcar.

Porque de eso se trata —añadía José Luis Martín Descalzo—: de defenderse. Por un lado, sucede que —como señaló Van der Meersch— todas las cosas de Dios son vertiginosas. Por otro, ocurre que el hombre no es capaz de soportar mucho la realidad. Y, ante las cosas grandes, se defiende: negándolas o empequeñeciéndolas.

Foto: Cortesía | Miguel Valera

Por eso —seguía Martín Descalzo— —porque nos daba miedo— hemos convertido la Navidad en una fiesta de confitería. Nos derretimos ante el ‘dulce Niño de rubios cabellos rizados’ porque esa falsa ternura nos evita pensar en esa idea vertiginosa de que sea Dios en verdad. Una Navidad frivolizada nos permite al mismo tiempo creernos creyentes y evitarnos el riesgo de tomar en serio lo que una visión realista de la Navidad nos exigiría.

IV

Ramiro se agachó y así entró a la gruta de Belén, pensando en su pequeñez y en la infancia de su pequeña Natalia. Al mismo tiempo, se imaginó al Dios todopoderoso tomando la carne, la fragilidad humana y reflexionó en María y José, luego de que la estrella dejara de iluminarlos y de que los ángeles los dejaran ahí, en la oscuridad de la madrugada, casi en la intemperie, al amparo de la realidad.

Así es Dios de extraño, musitó, repitiendo las palabras de José Luis Martín Descalzo: “invadía como un huracán y luego se alejaba dejando una desconcertante calma, más honda ahora, tras el temblor del momento terrible”.

Cuando salió de la gruta Ramiro sonrió. Ese día aprendió que sólo los niños pueden entender el milagro de Belén.

Cuando llegó a Belén, luego de viajar unos 10 kilómetros en autobús desde Jerusalén por Emek Refa’im St y Hebron Rd, Ramiro se sorprendió por el tráfico y el bullicio de esta ciudad que parecía un racimo de borregos blancos lanudos montados sobre un cerrillo. Le llamó poderosamente la atención ver tantas mezquitas musulmanes en la ciudad en donde la tradición cristiana dice que nació Jesús, el Hijo de Dios.

Mientras cruzaba Manger Square, se detuvo frente a un puesto de artesanías, que le recordaron los zocos que conoció en Marrakesh. Ahí, cruzó su mirada con un hombre elegante, con una hermosa barba blanca, que llevaba una chía y la ropa al estilo de los judíos marroquíes y pensó en el padre de Élie Dahan, el joven con el que Elías Canetti convivió en Las voces de Marrakesh.

Poseía una cabeza grande y redonda de amplia frente; pero lo que más le atrajo, fueron sus ojos risueños, dijo, citando el texto del judío sefardí. Ahí, mientras se le cruzaban estas intertextualidades existenciales, compró un “portal de Belén” para llevarle a su pequeña nieta Natalia, quien en Navidad nunca se cansaba de jugar alrededor del árbol, con infinidad de figuras en miniatura de ángeles, asnos, pastores y cabras, recordando el día en que Cristo llegó a la tierra.

II

Antes de entrar a la iglesia de la Natividad, se quedó mirando el ir y venir de turistas cristianos, judíos y musulmanes, que se entremezclaban con los vendedores locales de belenes, reliquias, postales, llaveros y artesanías. Reparó nuevamente en la pequeña mezquita que enfrente del templo católico, el más antiguo de la cristiandad, constituían un sincrético cuadro de la polifonía religiosa de la ciudad.

Sin embargo, quedó absorto ante “la puerta de la humildad”, una abertura minúscula para entrar a la gruta de Belén. Ya el guía de turista le había explicado que esa puerta era normal, de gran altura, pero que en tiempo de Las Cruzadas, los soldados entraban a caballo y para evitar eso y los saqueos, se selló la puerta original y se habilitó este minúsculo acceso para los visitantes. Ramiro pensó en la historia, pero sobre todo en la alegoría: hay que hacerse pequeño, para entrar a Belén.

También recordó cuando un día el padre José Luis Martín Descalzo dijo en una misa de Navidad que hay que acercarse a esta página evangélica “aniñándose, porque Belén es un lugar no apto para mayores”.

Ramiro encogió su cuerpo, se agachó, pensó en el espíritu de los niños, plenos de inocencia, limpios de maldad y en su capacidad de asombrarse, de admirar lo siempre nuevo. Recordó cuando leyó en algún libro de Fulton J. Sheen, una reflexión sobre el “otra vez, otra vez”, de los niños, porque a ellos no les cansa el presente ni piensan en el futuro.

III

Pero sobre todo, Ramiro reflexionaba en las palabras del padre Descalzo, cuando les contó que Belén fue el comienzo de la gran locura. Ahí, decía el clérigo y escritor, inicia la historia de un Dios que se hace niño en un portal. Los incrédulos dicen que es una bella fábula y los creyentes lo viven como si lo fuera. Frente a este comienzo de la gran locura unos se defienden con su incredulidad y otros con toneladas de azúcar.

Porque de eso se trata —añadía José Luis Martín Descalzo—: de defenderse. Por un lado, sucede que —como señaló Van der Meersch— todas las cosas de Dios son vertiginosas. Por otro, ocurre que el hombre no es capaz de soportar mucho la realidad. Y, ante las cosas grandes, se defiende: negándolas o empequeñeciéndolas.

Foto: Cortesía | Miguel Valera

Por eso —seguía Martín Descalzo— —porque nos daba miedo— hemos convertido la Navidad en una fiesta de confitería. Nos derretimos ante el ‘dulce Niño de rubios cabellos rizados’ porque esa falsa ternura nos evita pensar en esa idea vertiginosa de que sea Dios en verdad. Una Navidad frivolizada nos permite al mismo tiempo creernos creyentes y evitarnos el riesgo de tomar en serio lo que una visión realista de la Navidad nos exigiría.

IV

Ramiro se agachó y así entró a la gruta de Belén, pensando en su pequeñez y en la infancia de su pequeña Natalia. Al mismo tiempo, se imaginó al Dios todopoderoso tomando la carne, la fragilidad humana y reflexionó en María y José, luego de que la estrella dejara de iluminarlos y de que los ángeles los dejaran ahí, en la oscuridad de la madrugada, casi en la intemperie, al amparo de la realidad.

Así es Dios de extraño, musitó, repitiendo las palabras de José Luis Martín Descalzo: “invadía como un huracán y luego se alejaba dejando una desconcertante calma, más honda ahora, tras el temblor del momento terrible”.

Cuando salió de la gruta Ramiro sonrió. Ese día aprendió que sólo los niños pueden entender el milagro de Belén.

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