/ viernes 8 de marzo de 2024

Acoso callejero, ¿inofensivo?

Cuando iba en la secundaria, había un señor que se ponía en diversas calles aledañas a la escuela a la hora de la salida. Todas sabíamos de él. Nos pasábamos la información unas a otras para estar prevenidas. Aun así, lo olvidábamos y era hasta que nos topábamos con él cuando recordábamos la advertencia: “no lo mires abajo y corre”.

El tipo en cuestión tomaba por sorpresa a alguna colegiala distraída, la empujaba hacia la pared como por accidente y era entonces cuando abría su gabardina y dejaba al descubierto su miembro. Una vez que “te tocaba” verlo, jamás volvías a tener ese “incidente”; llevaría una lista mental, supongo.

En la prepa las alumnas también sabíamos del tipo de la parada del autobús, a dos cuadras de la escuela. Entrábamos a las 6:30 de la mañana, y pese a que fueras alerta, cada tanto te alcanzaba la mano anónima que te daba tremenda nalgada mientras ibas caminando. Nadie sabía quién era, lo hacía cuando había gente, imposible saber a quién reclamarle.

Cuando iba en la universidad, muchas compañeras, y yo misma, llegamos alguna vez, sin darnos cuenta, con restos de esperma en el pantalón, la falda o el abrigo. Había un tipo que nos cazaba afuera del metro Insurgentes, y no sabíamos en qué tramo lograba aquel acto.

De adulta el “incidente” que más me ha hecho sentir insegura, fue cuando, en pleno centro de la ciudad de Xalapa, un taxista me siguió a marcha lenta por dos cuadras mientras me lanzaba “piropos”, decía que iba robarme y todo lo que iba a hacerme cuando “me tuviera”. Nadie hizo nada. Cuando al fin encontré a un oficial de Tránsito, el taxista aceleró y se perdió; el oficial me preguntó si había anotado las placas, el número de servicio o cómo era el tipo… “Mejor así déjelo, no le pasó nada”, me dijo.

Otro día, afuera de mi trabajo, mientras esperaba a que pasaran por mí, un hombre en una Ford blanca se detuvo a mi altura para observarme sin ningún reparo. Dio tres vueltas más para volver a pasar y hacer lo mismo.

Pregunte usted a cualquier mujer a su lado, todas tienen una historia de acoso, algún “roce” en el transporte, una mirada lasciva, una insinuación, una situación que las hizo sentir incómodas o en peligro.

Si algo aprendemos las mujeres desde niñas, es que el espacio público no es seguro para nosotras. Que estamos vulnerables, que debemos estar alertas en todo momento. Traer las llaves, una navaja, un lápiz afilado, gas pimienta, se ha vuelto más que común en los bolsos de muchas mujeres. Aprendemos a defendernos del espacio público, de la posibilidad de acoso y violación; aprendemos a lidiar con el sentimiento de transgresión, de vulnerabilidad, de rabia y tristeza, incluso.

Que nos sorprendan en la calle para robarnos sería el menor de nuestros males; nosotras no tememos que nos quiten el celular o la cartera, sino que nos roben la dignidad, nuestra autonomía, la seguridad de ser, a ser desaparecidas.

El acoso callejero tiende a minimizarse, darse por inofensivo; ¿por qué?, ¿por qué tocar a una persona que no conoces y no tiene ninguna relación contigo es inofensivo?, ¿por qué creerse con el derecho absoluto de hablarle sexualmente a una persona que va cruzando por la calle y nunca habían visto?, ¿por qué la convicción de impunidad?, ¿por qué la convicción de poder?, ¿no esconde ese comportamiento la idea de que las mujeres son de menos valía, un objeto a disposición, “algo” para usarse?

Lo primero que enseñamos las madres a nuestras hijas pequeñas es a cuidarse en los parques, no de caerse y llevarse un raspón, sino de algún sujeto que busque tocarlas, levantarles la falda, mostrarle su miembro. Sí, pasa. Más cotidiano de lo que cree. En los parques públicos se da el acoso infantil.

Las mujeres no estamos seguras. Las mujeres vivimos en estado de alerta permanente, con zozobra y temor. Las mujeres habitamos una sociedad que nos concibe como objeto de uso. ¿Hasta cuándo?, ¿qué más tiene que pasar?, ¿qué tiene que cambiar?


csanchez@diariodexalapa.com.mx

Cuando iba en la secundaria, había un señor que se ponía en diversas calles aledañas a la escuela a la hora de la salida. Todas sabíamos de él. Nos pasábamos la información unas a otras para estar prevenidas. Aun así, lo olvidábamos y era hasta que nos topábamos con él cuando recordábamos la advertencia: “no lo mires abajo y corre”.

El tipo en cuestión tomaba por sorpresa a alguna colegiala distraída, la empujaba hacia la pared como por accidente y era entonces cuando abría su gabardina y dejaba al descubierto su miembro. Una vez que “te tocaba” verlo, jamás volvías a tener ese “incidente”; llevaría una lista mental, supongo.

En la prepa las alumnas también sabíamos del tipo de la parada del autobús, a dos cuadras de la escuela. Entrábamos a las 6:30 de la mañana, y pese a que fueras alerta, cada tanto te alcanzaba la mano anónima que te daba tremenda nalgada mientras ibas caminando. Nadie sabía quién era, lo hacía cuando había gente, imposible saber a quién reclamarle.

Cuando iba en la universidad, muchas compañeras, y yo misma, llegamos alguna vez, sin darnos cuenta, con restos de esperma en el pantalón, la falda o el abrigo. Había un tipo que nos cazaba afuera del metro Insurgentes, y no sabíamos en qué tramo lograba aquel acto.

De adulta el “incidente” que más me ha hecho sentir insegura, fue cuando, en pleno centro de la ciudad de Xalapa, un taxista me siguió a marcha lenta por dos cuadras mientras me lanzaba “piropos”, decía que iba robarme y todo lo que iba a hacerme cuando “me tuviera”. Nadie hizo nada. Cuando al fin encontré a un oficial de Tránsito, el taxista aceleró y se perdió; el oficial me preguntó si había anotado las placas, el número de servicio o cómo era el tipo… “Mejor así déjelo, no le pasó nada”, me dijo.

Otro día, afuera de mi trabajo, mientras esperaba a que pasaran por mí, un hombre en una Ford blanca se detuvo a mi altura para observarme sin ningún reparo. Dio tres vueltas más para volver a pasar y hacer lo mismo.

Pregunte usted a cualquier mujer a su lado, todas tienen una historia de acoso, algún “roce” en el transporte, una mirada lasciva, una insinuación, una situación que las hizo sentir incómodas o en peligro.

Si algo aprendemos las mujeres desde niñas, es que el espacio público no es seguro para nosotras. Que estamos vulnerables, que debemos estar alertas en todo momento. Traer las llaves, una navaja, un lápiz afilado, gas pimienta, se ha vuelto más que común en los bolsos de muchas mujeres. Aprendemos a defendernos del espacio público, de la posibilidad de acoso y violación; aprendemos a lidiar con el sentimiento de transgresión, de vulnerabilidad, de rabia y tristeza, incluso.

Que nos sorprendan en la calle para robarnos sería el menor de nuestros males; nosotras no tememos que nos quiten el celular o la cartera, sino que nos roben la dignidad, nuestra autonomía, la seguridad de ser, a ser desaparecidas.

El acoso callejero tiende a minimizarse, darse por inofensivo; ¿por qué?, ¿por qué tocar a una persona que no conoces y no tiene ninguna relación contigo es inofensivo?, ¿por qué creerse con el derecho absoluto de hablarle sexualmente a una persona que va cruzando por la calle y nunca habían visto?, ¿por qué la convicción de impunidad?, ¿por qué la convicción de poder?, ¿no esconde ese comportamiento la idea de que las mujeres son de menos valía, un objeto a disposición, “algo” para usarse?

Lo primero que enseñamos las madres a nuestras hijas pequeñas es a cuidarse en los parques, no de caerse y llevarse un raspón, sino de algún sujeto que busque tocarlas, levantarles la falda, mostrarle su miembro. Sí, pasa. Más cotidiano de lo que cree. En los parques públicos se da el acoso infantil.

Las mujeres no estamos seguras. Las mujeres vivimos en estado de alerta permanente, con zozobra y temor. Las mujeres habitamos una sociedad que nos concibe como objeto de uso. ¿Hasta cuándo?, ¿qué más tiene que pasar?, ¿qué tiene que cambiar?


csanchez@diariodexalapa.com.mx