/ viernes 19 de abril de 2024

Dali Ku’bila, Ofelia

Tal vez Ofelia ya había decidido que lo mejor era morir. Tal vez sintió que su cuerpo ya se venía venciendo de una enfermedad degenerativa que siempre está al asecho del menor descuido para avanzar y degradar más.

Le quedaba solo un riñón y numerosas indicaciones para sobrellevar lo mejor posible la diabetes. Quién sabe desde cuando comenzó a sentirse mal, pero dicen sus amigas cercanas que un día simplemente empezó repartir indicaciones sobre sus pequeños tesoros que tenía en la casa, y dejó las restricciones alimenticias a un lado y se dispuso a vivir…

Alrededor del ataúd, mientras la velaban, se vivían una serie de rituales y costumbres desconocidos para los pocos fuereños que fuimos a dar nuestros respetos a la familia. Ofelia era de una comunidad indígena, Buena Vista, ubicada allá en la Ciénega de Tabasco.

Esa pequeña localidad es de las pocas donde aún subsiste la lengua materna de los habitantes primigenios de Tabasco, el Yoko’tan, y con ella una cultura que se negó a morir con la llegada de los españoles, con el mestizaje, con la revolución, y que resiste a la modernidad pese a la inevitable transculturación.

El cuerpo de Ofelia fue lavado y vestido por sus amigas cercanas. La familia tiene prohibido acercarse y tocar el cuerpo, debe esperar hasta que las encargadas hayan terminado. La casa no puede ser barrida ni limpiada, ya será un par de días después del sepelio cuando las encargadas de aquella ceremonia lleguen para barrer y levantar así el polvo de la difunta.

Los habitantes llegan al velorio cargados de ofrendas para la fallecida y de diversos alimentos y utensilios para la comida que se prepara para quienes llegarán a despedirse. La familia interviene poco, se procura su dolor, su desconcierto, su momento para recibir el afecto de la comunidad. Se escuchan anécdotas y se reflexionan preguntas que nadie hizo pero que rondan en el aire: ¿por qué no quiso atenderse?, ¿por qué no se cuido más?, ¿por qué, por qué, por qué?

El día del sepelio, además de las oraciones hechas por el sacerdote del lugar, se lanzan plegarias en Yoko´tan: se trata de buenos deseos para la difunta, que encuentre paz y sosiego; y también se le dan peticiones para que, allá donde morará, se acuerde de traerle buena fortuna a los hijos que ha dejado atrás. En la tumba fresca hay una pequeña despensa y comida, para el camino. Esa ofrenda, al terminar la ceremonia, debe ser repartida entre los presentes.

Durante la semana de rezos los hijos pudieron unir los pedazos de las historias de las amigas de Ofelia, y llegaron así a la conclusión de que ella había tomado la decisión. “No se podía hacer nada más que respetar”, coincidieron.

Pocas veces alguien tiene el derecho de decidir sobre su muerte. Nacimos sin permiso y, la mayoría de las veces, morimos sin él. Una suerte de estigma pesa alrededor de la muerte, como si fuera una descortesía tocar el tema. Nos entregamos a la fuerza de la vida, olvidando que si algo está unida a ella es justo la muerte. Son fuerzas complementarias, no antagónicas. ¿De dónde nos viene ese miedo a la muerte?, ¿por qué obligar a un cuerpo cansado a seguir latiendo?, ¿por qué no procurar una muerte digna?

En el hospital le dijeron a Ofelia que necesitaba diálisis de por vida y seguir estrictamente las indicaciones médicas, si es que quería vivir unos años más. Pero ella se fue a su casa. Sabía qué significaba un paciente con diálisis, porque ella había cuidado a uno, y decidió que no quería eso ni para ella ni para sus hijos. Tal vez pensó que, pese a lo que decían los médicos, eso ya no era vivir.

Su cuerpo comenzó a fallar esa misma tarde, no duró mucho. Tuvieron que darle oxígeno para evitar un poco el dolor. Sus pulmones finalmente se llenaron de líquido y partió.

Escribió Jaime Sabines: “Alguien me habló todos los días de mi vida al oído, despacio, lentamente. Me dijo: ¡vive, vive, vive! Era la muerte.”

Dali Ku’bila, Ofelia; hasta pronto, Ofelia.


csanchez@diariodexalapa.com.mx

Tal vez Ofelia ya había decidido que lo mejor era morir. Tal vez sintió que su cuerpo ya se venía venciendo de una enfermedad degenerativa que siempre está al asecho del menor descuido para avanzar y degradar más.

Le quedaba solo un riñón y numerosas indicaciones para sobrellevar lo mejor posible la diabetes. Quién sabe desde cuando comenzó a sentirse mal, pero dicen sus amigas cercanas que un día simplemente empezó repartir indicaciones sobre sus pequeños tesoros que tenía en la casa, y dejó las restricciones alimenticias a un lado y se dispuso a vivir…

Alrededor del ataúd, mientras la velaban, se vivían una serie de rituales y costumbres desconocidos para los pocos fuereños que fuimos a dar nuestros respetos a la familia. Ofelia era de una comunidad indígena, Buena Vista, ubicada allá en la Ciénega de Tabasco.

Esa pequeña localidad es de las pocas donde aún subsiste la lengua materna de los habitantes primigenios de Tabasco, el Yoko’tan, y con ella una cultura que se negó a morir con la llegada de los españoles, con el mestizaje, con la revolución, y que resiste a la modernidad pese a la inevitable transculturación.

El cuerpo de Ofelia fue lavado y vestido por sus amigas cercanas. La familia tiene prohibido acercarse y tocar el cuerpo, debe esperar hasta que las encargadas hayan terminado. La casa no puede ser barrida ni limpiada, ya será un par de días después del sepelio cuando las encargadas de aquella ceremonia lleguen para barrer y levantar así el polvo de la difunta.

Los habitantes llegan al velorio cargados de ofrendas para la fallecida y de diversos alimentos y utensilios para la comida que se prepara para quienes llegarán a despedirse. La familia interviene poco, se procura su dolor, su desconcierto, su momento para recibir el afecto de la comunidad. Se escuchan anécdotas y se reflexionan preguntas que nadie hizo pero que rondan en el aire: ¿por qué no quiso atenderse?, ¿por qué no se cuido más?, ¿por qué, por qué, por qué?

El día del sepelio, además de las oraciones hechas por el sacerdote del lugar, se lanzan plegarias en Yoko´tan: se trata de buenos deseos para la difunta, que encuentre paz y sosiego; y también se le dan peticiones para que, allá donde morará, se acuerde de traerle buena fortuna a los hijos que ha dejado atrás. En la tumba fresca hay una pequeña despensa y comida, para el camino. Esa ofrenda, al terminar la ceremonia, debe ser repartida entre los presentes.

Durante la semana de rezos los hijos pudieron unir los pedazos de las historias de las amigas de Ofelia, y llegaron así a la conclusión de que ella había tomado la decisión. “No se podía hacer nada más que respetar”, coincidieron.

Pocas veces alguien tiene el derecho de decidir sobre su muerte. Nacimos sin permiso y, la mayoría de las veces, morimos sin él. Una suerte de estigma pesa alrededor de la muerte, como si fuera una descortesía tocar el tema. Nos entregamos a la fuerza de la vida, olvidando que si algo está unida a ella es justo la muerte. Son fuerzas complementarias, no antagónicas. ¿De dónde nos viene ese miedo a la muerte?, ¿por qué obligar a un cuerpo cansado a seguir latiendo?, ¿por qué no procurar una muerte digna?

En el hospital le dijeron a Ofelia que necesitaba diálisis de por vida y seguir estrictamente las indicaciones médicas, si es que quería vivir unos años más. Pero ella se fue a su casa. Sabía qué significaba un paciente con diálisis, porque ella había cuidado a uno, y decidió que no quería eso ni para ella ni para sus hijos. Tal vez pensó que, pese a lo que decían los médicos, eso ya no era vivir.

Su cuerpo comenzó a fallar esa misma tarde, no duró mucho. Tuvieron que darle oxígeno para evitar un poco el dolor. Sus pulmones finalmente se llenaron de líquido y partió.

Escribió Jaime Sabines: “Alguien me habló todos los días de mi vida al oído, despacio, lentamente. Me dijo: ¡vive, vive, vive! Era la muerte.”

Dali Ku’bila, Ofelia; hasta pronto, Ofelia.


csanchez@diariodexalapa.com.mx