/ martes 11 de septiembre de 2018

La buena vida / Reciclar, reflexiones de Eduardo Galena

Mi mujer y yo lavábamos los pañales de los críos y los preparábamos para que los volvieran a ensuciar

Y ellos apenas crecieron y tuvieron sus propios hijos se encargaron de tirar todo por la borda, incluyendo los pañales. ¡Se entregaron inescrupulosamente a los desechables! Si, ya lo sé. A nuestra generación siempre le costó botar. ¡Ni los desechos nos resultaron muy desechables! ¡Nooo! Yo no digo que eso era mejor. Lo que digo es que en algún momento me distraje, me caí del mundo y ahora no sé por dónde se entra. Lo más probable es que lo de ahora esté bien, eso no lo discuto. Lo que pasa es que no consigo cambiar el equipo de música una vez por año, el celular cada tres meses o el monitor de la computadora todas las navidades. Es que vengo de un tiempo en el que las cosas se compraban para toda la vida. La gente heredaba relojes de pared, juegos de copas, vajillas y hasta palanganas de loza. Y resulta que en nuestro no tan largo matrimonio, mi mujer y yo hemos tenido más cocinas que las que había en todo el barrio en mi infancia y hemos cambiado de refrigerador tres veces. Hoy todo se rompe, se gasta, se oxida, se quiebra o se consume al poco tiempo para que tengamos que cambiarlo. Nada se repara.

Todo se tira, todo se desecha y, mientras tanto, producimos más y más y más basura. El otro día leí que se produjo más basura en los últimos 40 años que en toda la historia de la humanidad. ¡Cuando yo era niño por mi casa no pasaba el que recogía la basura! Todos los desechos eran orgánicos e iban a parar al gallinero, a los patos o a los conejos.

No existía el plástico ni el nylon. Ahora mis parientes y los hijos de mis amigos no sólo cambian de celular una vez por semana, sino que, además, cambian el número, la dirección electrónica y hasta la dirección real. Y a mí me prepararon para vivir con el mismo número, la misma mujer, la misma casa y el mismo nombre (y vaya si era un nombre como para cambiarlo) Me educaron para guardar todo ¡todo lo que servía y lo que no! Las cosas no eran desechables. Y me muerdo para no hacer un paralelo entre los valores que se desechan y los que preservábamos. Me muero por decir que hoy que también el matrimonio y hasta la amistad son descartables. Pero no cometeré la imprudencia de comparar objetos con personas. Me muerdo para no hablar de la identidad que se va perdiendo, de la memoria colectiva que se va tirando, del pasado efímero. No voy a decir que a los ancianos se les declara la muerte apenas empiezan a fallar en sus funciones, que los cónyuges se cambian por modelos más nuevos, que a las personas que les falta alguna función se les discrimina o que valoran más a los lindos, con brillo, pegatina en el cabello y glamour. No, no seguiré mezclando, esta sólo es una crónica que habla de pañales y de celulares.

taca.campos@gmail.com

Y ellos apenas crecieron y tuvieron sus propios hijos se encargaron de tirar todo por la borda, incluyendo los pañales. ¡Se entregaron inescrupulosamente a los desechables! Si, ya lo sé. A nuestra generación siempre le costó botar. ¡Ni los desechos nos resultaron muy desechables! ¡Nooo! Yo no digo que eso era mejor. Lo que digo es que en algún momento me distraje, me caí del mundo y ahora no sé por dónde se entra. Lo más probable es que lo de ahora esté bien, eso no lo discuto. Lo que pasa es que no consigo cambiar el equipo de música una vez por año, el celular cada tres meses o el monitor de la computadora todas las navidades. Es que vengo de un tiempo en el que las cosas se compraban para toda la vida. La gente heredaba relojes de pared, juegos de copas, vajillas y hasta palanganas de loza. Y resulta que en nuestro no tan largo matrimonio, mi mujer y yo hemos tenido más cocinas que las que había en todo el barrio en mi infancia y hemos cambiado de refrigerador tres veces. Hoy todo se rompe, se gasta, se oxida, se quiebra o se consume al poco tiempo para que tengamos que cambiarlo. Nada se repara.

Todo se tira, todo se desecha y, mientras tanto, producimos más y más y más basura. El otro día leí que se produjo más basura en los últimos 40 años que en toda la historia de la humanidad. ¡Cuando yo era niño por mi casa no pasaba el que recogía la basura! Todos los desechos eran orgánicos e iban a parar al gallinero, a los patos o a los conejos.

No existía el plástico ni el nylon. Ahora mis parientes y los hijos de mis amigos no sólo cambian de celular una vez por semana, sino que, además, cambian el número, la dirección electrónica y hasta la dirección real. Y a mí me prepararon para vivir con el mismo número, la misma mujer, la misma casa y el mismo nombre (y vaya si era un nombre como para cambiarlo) Me educaron para guardar todo ¡todo lo que servía y lo que no! Las cosas no eran desechables. Y me muerdo para no hacer un paralelo entre los valores que se desechan y los que preservábamos. Me muero por decir que hoy que también el matrimonio y hasta la amistad son descartables. Pero no cometeré la imprudencia de comparar objetos con personas. Me muerdo para no hablar de la identidad que se va perdiendo, de la memoria colectiva que se va tirando, del pasado efímero. No voy a decir que a los ancianos se les declara la muerte apenas empiezan a fallar en sus funciones, que los cónyuges se cambian por modelos más nuevos, que a las personas que les falta alguna función se les discrimina o que valoran más a los lindos, con brillo, pegatina en el cabello y glamour. No, no seguiré mezclando, esta sólo es una crónica que habla de pañales y de celulares.

taca.campos@gmail.com

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