/ domingo 26 de julio de 2020

Narración: nadie quiere ver la pobreza de otro

Alfonso Prieto de la Losa aprendió a vivir una caridad de “compasión”, de una caridad que buscaba acallar la conciencia propia

El viejo salía todas las mañanas de su casa. Llevaba sobre sus hombros, como un Pípila, la pesada roca de una existencia frustrada, marcada por errores de la juventud, una conducta veleidosa y la falta de oportunidades que lo dejaron de pronto en la pobreza.

Mientras “disfrutaba la vida”, “a tope”, “al cien”, criticando el sistema y la vanidad de los pendejos que desgastaban sus horas construyendo un patrimonio, él, Alfonso Prieto de la Losa, estaba en otro nivel de conciencia, en otro estado existencial, más allá de los consumistas de mierda, cuya vida carecía de sentido.

Como la rana de la parábola, el man se acostumbró al agua tibia; cuando quiso salir de la charca, ya el agua estaba hirviendo y él no tenía fuerzas para mover sus extremidades y utilizar, como decía Einsten, la fuerza más poderosa del ser humano, la voluntad.

II

¿Qué le quedaba por hacer? Sólo esperar, en la eternidad de quien ve pasar el tiempo, la muerte. ¿El suicidio? Aunque le había pasado por la mente, no se atrevería, a pesar de que había sido un fervoroso promotor de esto que Ciorán llamaba “el acto individual por excelencia”.

En sus escapes de ficción fisiológica, impulsados sobre todo por la marihuana, “Alf” se convertía en un promotor del suicidio y un conocedor de las teorías de Morselli y Durkheim, pero al final se quedaba con la fórmula de Ciorán: “Afirmar que sin la idea de su posibilidad yo me habría eliminado desde muy temprano. Gracias a su idea puedo tolerar cualquier cosa. Y creo que esta frase es la única positiva que he dicho en mi vida”.

Así, estaba seguro de que nunca tomaría la ruta del suicidio y que seguramente, como la pequeña cerillera de Hans Christian Andersen, moriría, en una noche fría, intentando ver, en una pared oscura, una fogata caliente, un asado, una taza de ponche y los brazos de su abuela llevándolo hacia algún lado de menor sufrimiento.

III

Lo que más le pesaba a Alfonso Prieto de la Losa en esta condición era la “conmiseración” de la gente. Sí, la compasión que se tiene del mal de alguien, como alguna vez había leído en un diccionario de la Real Academia de la Lengua Española.

Nadie quiere “sufrir juntos”, nadie quiere tener empatía con el que sufre, nadie quiere compartir la pobreza. La pobreza, añadía en sus cavilaciones, es detestable, abominable, es un mal del que todos quieren huir.

En carne propia lo fue viviendo, en esa charca de agua tibia que fue construyendo. Cuando se le acabó la suerte del dinero, su familia, amigos y conocidos se fueron alejando.

Aprendió a vivir de la caridad, de una caridad de “compasión”, de una caridad que buscaba acallar la conciencia propia, de una caridad que daba con una mano pero que volteaba de inmediato la mirada hacia otro lado.

IV

Lo sentía en la calle, en la esquina en donde se estacionó, con sus bolsas de cachivaches, para ver pasar la vida y la caridad de la gente. Las personas detenían sus autos con el semáforo en rojo, pero desviaban la mirada o trataban de verlo, para no verlo, de reojo.

Cuando se acercaba a sus ventanas, algunos le hacían con la mano una seña de “no”, “no” y otros, intentando ser un poco amables, decían “para la otra, para la otra” o “no tengo cambio, no tengo cambio”. Pero pocos, muy pocos lo miraban de frente, clavando la mirada en su humanidad disminuida, pauperizada, desgastada por el viento de la tarde.

Si por la mirada somos, por la mirada dejamos de existir, se lamentaba, mientras tomaba el viejo carrito del súper que encontró tirado en un basurero y levantaba su pequeño tianguis de cosas viejas, para regresar al cuchitril que tenía por casa.

Solo Rosco, el perro callejero que encontró en una cuneta, con una pierna lastimada, agusanándosele, le lanzaba, de vez en vez, miradas tiernas, sin compasión, de perro, esperando una reacción en su cara o que al menos le lanzara un pedazo de pan viejo o un girón de carne para contener el hambre.

A paso lento, caminaba por las calles, mientras autos lujosos recorrían la ciudad. Pocos, muy pocos volteaban a verlo. ¿Quién se detiene a ver la desgracia? ¿Quién quiere pensar en la pobreza? ¿A quién le interesa el dolor, la enfermedad o la muerte de otro?

Para ellos, el desdén de la mirada, la capucha para el rostro, la oscuridad del anonimato, el slide de la existencia, la abducción social. Aunque están ahí y son miles, un ejército, permanecen detrás del telón, lejos de “la vita è bella”, más allá de nuestras ficciones netflixeanas.

El viejo salía todas las mañanas de su casa. Llevaba sobre sus hombros, como un Pípila, la pesada roca de una existencia frustrada, marcada por errores de la juventud, una conducta veleidosa y la falta de oportunidades que lo dejaron de pronto en la pobreza.

Mientras “disfrutaba la vida”, “a tope”, “al cien”, criticando el sistema y la vanidad de los pendejos que desgastaban sus horas construyendo un patrimonio, él, Alfonso Prieto de la Losa, estaba en otro nivel de conciencia, en otro estado existencial, más allá de los consumistas de mierda, cuya vida carecía de sentido.

Como la rana de la parábola, el man se acostumbró al agua tibia; cuando quiso salir de la charca, ya el agua estaba hirviendo y él no tenía fuerzas para mover sus extremidades y utilizar, como decía Einsten, la fuerza más poderosa del ser humano, la voluntad.

II

¿Qué le quedaba por hacer? Sólo esperar, en la eternidad de quien ve pasar el tiempo, la muerte. ¿El suicidio? Aunque le había pasado por la mente, no se atrevería, a pesar de que había sido un fervoroso promotor de esto que Ciorán llamaba “el acto individual por excelencia”.

En sus escapes de ficción fisiológica, impulsados sobre todo por la marihuana, “Alf” se convertía en un promotor del suicidio y un conocedor de las teorías de Morselli y Durkheim, pero al final se quedaba con la fórmula de Ciorán: “Afirmar que sin la idea de su posibilidad yo me habría eliminado desde muy temprano. Gracias a su idea puedo tolerar cualquier cosa. Y creo que esta frase es la única positiva que he dicho en mi vida”.

Así, estaba seguro de que nunca tomaría la ruta del suicidio y que seguramente, como la pequeña cerillera de Hans Christian Andersen, moriría, en una noche fría, intentando ver, en una pared oscura, una fogata caliente, un asado, una taza de ponche y los brazos de su abuela llevándolo hacia algún lado de menor sufrimiento.

III

Lo que más le pesaba a Alfonso Prieto de la Losa en esta condición era la “conmiseración” de la gente. Sí, la compasión que se tiene del mal de alguien, como alguna vez había leído en un diccionario de la Real Academia de la Lengua Española.

Nadie quiere “sufrir juntos”, nadie quiere tener empatía con el que sufre, nadie quiere compartir la pobreza. La pobreza, añadía en sus cavilaciones, es detestable, abominable, es un mal del que todos quieren huir.

En carne propia lo fue viviendo, en esa charca de agua tibia que fue construyendo. Cuando se le acabó la suerte del dinero, su familia, amigos y conocidos se fueron alejando.

Aprendió a vivir de la caridad, de una caridad de “compasión”, de una caridad que buscaba acallar la conciencia propia, de una caridad que daba con una mano pero que volteaba de inmediato la mirada hacia otro lado.

IV

Lo sentía en la calle, en la esquina en donde se estacionó, con sus bolsas de cachivaches, para ver pasar la vida y la caridad de la gente. Las personas detenían sus autos con el semáforo en rojo, pero desviaban la mirada o trataban de verlo, para no verlo, de reojo.

Cuando se acercaba a sus ventanas, algunos le hacían con la mano una seña de “no”, “no” y otros, intentando ser un poco amables, decían “para la otra, para la otra” o “no tengo cambio, no tengo cambio”. Pero pocos, muy pocos lo miraban de frente, clavando la mirada en su humanidad disminuida, pauperizada, desgastada por el viento de la tarde.

Si por la mirada somos, por la mirada dejamos de existir, se lamentaba, mientras tomaba el viejo carrito del súper que encontró tirado en un basurero y levantaba su pequeño tianguis de cosas viejas, para regresar al cuchitril que tenía por casa.

Solo Rosco, el perro callejero que encontró en una cuneta, con una pierna lastimada, agusanándosele, le lanzaba, de vez en vez, miradas tiernas, sin compasión, de perro, esperando una reacción en su cara o que al menos le lanzara un pedazo de pan viejo o un girón de carne para contener el hambre.

A paso lento, caminaba por las calles, mientras autos lujosos recorrían la ciudad. Pocos, muy pocos volteaban a verlo. ¿Quién se detiene a ver la desgracia? ¿Quién quiere pensar en la pobreza? ¿A quién le interesa el dolor, la enfermedad o la muerte de otro?

Para ellos, el desdén de la mirada, la capucha para el rostro, la oscuridad del anonimato, el slide de la existencia, la abducción social. Aunque están ahí y son miles, un ejército, permanecen detrás del telón, lejos de “la vita è bella”, más allá de nuestras ficciones netflixeanas.

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