A diferencia de los norteamericanos, más directos, más interesados por el contenido, los franceses tradicionalmente han cultivado la forma. Estilistas del lenguaje como Flaubert y Proust, o rigurosos y exquisitos como Valery, muy lejos del objetivismo –a excepción de Faulkner– de los estadounidenses, crean obras del lenguaje.
Sobresale en este tenor André Pieyre de Mandiargues, narrador por el que Octavio Paz sentía gran predilección. Uno de esos raros que no ilustran el canon, ni perciben grandes galardones; pero que, sin embargo, crean un mundo no sólo propio sino íntimo y exclusivismo, donde es fácil el acceso para los conocedores de su obra, e intrincado y tortuoso para los neófitos. Nacido en París en 1909 y muerto en 1991; creador de obras tan trascendentes como Los años sórdidos, Museo negro, Mármol, La muchacha debajo del león, El inglés descrito en un castillo cerrado, El margen, La motocicleta, Puerta desvergonzada; es también considerado un maestro del relato corto, sobre todo con su libro La marea y otras narraciones. Relacionado con el surrealismo al que se adscribió tarde; amigo del poeta Paul Eluard, y escritor tardío (comenzó a publicar a los 34 años).
La sangre del cordero, me parece, puede contarse como uno de los grandes relatos del siglo XX: inquietante y misterioso, desarrolla una trama compleja, llena de simbolismos y sugerencias. Desde la presentación a manos de su hija Sibylle de Mandiargues, donde narra el génesis de la anécdota de este relato, a partir de la melancolía y visión de una niña que, por medio del sacrificio de un conejo a manos de un jardinero, marca la visión de su padre y su sensibilidad en torno al tema, del cual surgiera este relato. Un cuento donde la inocencia se reviste de ángel exterminador en la figura de Marceline Caín y que, por medio de la poesía, logra una fuerza de vuelos cósmicos.
Otra característica es la vena onírica; todo parece en brumas, desde ese bosque confundido entre pathos humano y maleza. La niña que por venganza al ver sacrificado a su conejo a manos de sus perversos padres, decide entregarse al negro carnicero. Ella que recorría los bosques ligeramente vestida y que no temía ir a la taberna a buscar al gigante, pero que a la vez, pasaba horas con el rebaño de ovejas haciendo un juego erótico con losa animales. El relato con toques de erotismo y de un misticismo oscuro, planeta el frágil límite entre venganza, inocencia, crimen y ruptura; orden-restitución de un orden.
La niña Marceline que propicia el suicidio del negro al que seduce, asesina a sus padres en respuesta por el sacrificio de su conejo y la posterior elaboración de la cena con la carne del animal, en medio de un escenario de vesania y escarnio que afecta a su sensibilidad, entre risas de los adultos ante su reacción.
Souci ya no estaba, y la muerte que se había instalado entre Marceline y él completaba su obra devorando hasta el recuerdo del hermoso conejo bermellón.
La descripción interior parece la prolongación intrincada del follaje que rodeaba la casa. Un tour de force de la más entrañable pureza, hasta los oscuros pasadizos de la crueldad. Su acto de justicia no le sería cobrado: el cuchillo ensangrentado del carnicero con el que perpetró el parricidio, la eximían de culpas luego de su encuentro entre los corderos, con el negro. "Soy un corderito ensangrentado" dirá a las monjas donde la enviaron al quedar huérfana.
El texto fluye con esa espesa cadencia de las emociones que impregnan de sinestesias (un olor, un reflejo táctil, un sabor impreciso pero profundo) y se descompone en imágenes panteístas. La referencia a la película El silencio de los corderos de Ted Demme es imposible de eludir. El sacrificio procrea uno aún más desgarrador, porque ataca al núcleo de la civilización desde su opuesto: un metafísico ritual que recompone el dominio pleno de la naturaleza.
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