/ martes 24 de julio de 2018

Neblina Morada/ La novela distópica, una aproximación

En Un mundo feliz, ya de por si irónico título, El soma, es la droga de drogas, milagrosa, que abate la depresión

Irving Ramírez

En tiempos nuevos, la dictadura no es de una idea de igualdad o un nacionalismo fascista: es el símbolo del dinero sin fronteras y su avasallante poder individualista. Algo que ya anunciaban estos titanes: Kafka, Orwell, Junger y Huxley. Bradbury, espacios donde el individuo por sí mismo es menos que un microbio y funciona sin tener la certeza del aparato que lo domina y lo estruja, ora por medio de un tribunal invisible que lo acusa de algo que nunca se sabrá, ora como una sociedad donde la felicidad es obligatoria y tiene sus estatus y sus drogas permisibles, o si no en la vigilancia extrema y la nula escisión entre la vida pública y privada, y finalmente, en la dictadura de un ente simbólico que está para resguardar la naturaleza pero destruye a sus súbditos. En Sobre los acantilados de mármol, la Marina es una zona de ensueño, amenazada por el poder omnímodo del gran guardabosques que asola con el terror psicológico a la población y devasta la armonía, dice el autor “profundo es el odio que en los corazones abyectos arde contra la belleza”, para definir la situación de este mundo.

O, ese estado dominado por el Big Brother en 1984, donde el doble pensar, controlaba y se inventaban guerras entre Eurasia contra Oceanía o Estasia y había un ministro de la verdad, la vigilancia sustentaba la estabilidad con tres consignas: “La guerra es la paz, la libertad es la esclavitud, la ignorancia es la fuerza”. Por supuesto, es una sátira a ese mundo de iguales, correlato del comunismo.

En Un mundo feliz, ya de por si irónico título, El soma, es la droga de drogas, milagrosa, que abate la depresión; hay libertad sexual, nadie es de nadie, y existe la distinción de castas: los alfas, gamma, deltas, épsilones, cuya composición genética determina el estatus; aquí también es base de una triada: “comunidad, identidad, estabiliadad”. Pero es Londres y un estado mundial, incluso se tolera la sexualidad infantil, es la sociedad más parecida a la nuestra, el consumo es lo más importante.

Y en El Proceso de Kafka el mundo es un enorme tribunal que se desconoce, la aventura de Josep K es errar de un lado a otro con el peso de una sentencia desconocida que se cierne como un lastre psicológico traducido en culpa sin motivo, y por ello más angustiante aún, para el protagonista. Ahora con el fracaso del neoliberalismo y la crisis ecológica global hay nuevos paradigmas; la ciencia hurga posibles mundos para huir de la propia autodestrucción. El futuro no es elegible, apenas un atisbo entre la degradación.

Brazil es ese mundo caótico de apariencia irónica en la cinta de Terry Gilliam, donde la realidad sucumbe ante el deseo, en el viaje de Cervantes, o Blade Runner, el filme futurista de la tierra postnuclear con sus robots humanizados y la humanidad robotizada. Y por último, con V de Vendetta, ese personaje de la máscara anarquista, Guy Fawkwes, en un homenaje en un Londres postnuclear y que enfrenta a los paladines del neoliberalismo fascista y que es la guerra de los indignados hoy ya como un símbolo de resistencia. Mundos posibles ante sueños imposibles. La distopía emerge del caos, es decir de lo real; la utopía de la aspiración por la coherencia, o sea de lo imposible. La novela distópica destapa la confrontación de irrealidades con la asunción de los designios más onerosos de la historia humana y su querer colectivo.

bardamu64@hotmail.com



Irving Ramírez

En tiempos nuevos, la dictadura no es de una idea de igualdad o un nacionalismo fascista: es el símbolo del dinero sin fronteras y su avasallante poder individualista. Algo que ya anunciaban estos titanes: Kafka, Orwell, Junger y Huxley. Bradbury, espacios donde el individuo por sí mismo es menos que un microbio y funciona sin tener la certeza del aparato que lo domina y lo estruja, ora por medio de un tribunal invisible que lo acusa de algo que nunca se sabrá, ora como una sociedad donde la felicidad es obligatoria y tiene sus estatus y sus drogas permisibles, o si no en la vigilancia extrema y la nula escisión entre la vida pública y privada, y finalmente, en la dictadura de un ente simbólico que está para resguardar la naturaleza pero destruye a sus súbditos. En Sobre los acantilados de mármol, la Marina es una zona de ensueño, amenazada por el poder omnímodo del gran guardabosques que asola con el terror psicológico a la población y devasta la armonía, dice el autor “profundo es el odio que en los corazones abyectos arde contra la belleza”, para definir la situación de este mundo.

O, ese estado dominado por el Big Brother en 1984, donde el doble pensar, controlaba y se inventaban guerras entre Eurasia contra Oceanía o Estasia y había un ministro de la verdad, la vigilancia sustentaba la estabilidad con tres consignas: “La guerra es la paz, la libertad es la esclavitud, la ignorancia es la fuerza”. Por supuesto, es una sátira a ese mundo de iguales, correlato del comunismo.

En Un mundo feliz, ya de por si irónico título, El soma, es la droga de drogas, milagrosa, que abate la depresión; hay libertad sexual, nadie es de nadie, y existe la distinción de castas: los alfas, gamma, deltas, épsilones, cuya composición genética determina el estatus; aquí también es base de una triada: “comunidad, identidad, estabiliadad”. Pero es Londres y un estado mundial, incluso se tolera la sexualidad infantil, es la sociedad más parecida a la nuestra, el consumo es lo más importante.

Y en El Proceso de Kafka el mundo es un enorme tribunal que se desconoce, la aventura de Josep K es errar de un lado a otro con el peso de una sentencia desconocida que se cierne como un lastre psicológico traducido en culpa sin motivo, y por ello más angustiante aún, para el protagonista. Ahora con el fracaso del neoliberalismo y la crisis ecológica global hay nuevos paradigmas; la ciencia hurga posibles mundos para huir de la propia autodestrucción. El futuro no es elegible, apenas un atisbo entre la degradación.

Brazil es ese mundo caótico de apariencia irónica en la cinta de Terry Gilliam, donde la realidad sucumbe ante el deseo, en el viaje de Cervantes, o Blade Runner, el filme futurista de la tierra postnuclear con sus robots humanizados y la humanidad robotizada. Y por último, con V de Vendetta, ese personaje de la máscara anarquista, Guy Fawkwes, en un homenaje en un Londres postnuclear y que enfrenta a los paladines del neoliberalismo fascista y que es la guerra de los indignados hoy ya como un símbolo de resistencia. Mundos posibles ante sueños imposibles. La distopía emerge del caos, es decir de lo real; la utopía de la aspiración por la coherencia, o sea de lo imposible. La novela distópica destapa la confrontación de irrealidades con la asunción de los designios más onerosos de la historia humana y su querer colectivo.

bardamu64@hotmail.com



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