/ sábado 6 de agosto de 2022

La dimensión histórica de la fe

El Catecismo de la Iglesia sostiene que la fe es un don de Dios. Una virtud sobrenatural infundida por Él; para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con los auxilios interiores del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos un gusto en aceptar y creer la verdad.

En este sentido debemos decir que la fe es un regalo que Dios nos concede desde el día de nuestro bautismo, pero al mismo tiempo, es Dios mismo quien nos asiste para que podamos dar esta respuesta de la fe a lo que Él mismo nos está invitando.

La carta a los hebreos ofrece un verdadero elogio de la fe de los antepasados. Por la fe, Abraham obedeció y se salió para el lugar que había de recibir en herencia, y se salió sin saber a dónde iba. Por la fe vivió como extranjero y peregrino en la Tierra prometida. Por la fe a Sara se le otorgó el concebir al hijo de la promesa. Por la fe, finalmente, Abraham ofreció a su hijo único en sacrificio. De este modo en Abraham se cumple la definición de fe como la garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven. San Pablo sostiene que, precisamente fortalecido por esta fe Abraham fue hecho padre de todos los creyentes.

El cristianismo reconoce que Dios interviene en la historia para el bien de todos. Estos acontecimientos que recuerda el pueblo son símbolos de la acción liberadora de Dios. El recuerdo de la vida de los antepasados y el modo portentoso en el que Dios los hizo salir del cautiverio se convirtió en un verdadero credo que animaba la fe del pueblo. Recordar que el padre Abraham había sido un arameo errante al que Dios nunca abandonó a su suerte se convirtió, para el pueblo, en un verdadero oasis en sus desiertos. Tener presentes estas verdades trasformaba la vida presente del pueblo.

Los estudiosos del comportamiento humano concuerdan al reconocer que beber de fuentes de aguas limpias es muy terapéutico y sanador. Mucha de la salud que se vive en el presente nace de tener presentes experiencias enriquecedoras del pasado; beber de esas aguas es alimentarse de un manantial de aguas limpias. En este sentido, hemos de reconocer que celebrar los portentos con los que Dios ha cincelado la historia del pueblo nos anima en la vivencia de nuestra fe en el presente, le da nueva luz y vitalidad a nuestra fe.

El Catecismo de la Iglesia sostiene que la fe es un don de Dios. Una virtud sobrenatural infundida por Él; para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con los auxilios interiores del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos un gusto en aceptar y creer la verdad.

En este sentido debemos decir que la fe es un regalo que Dios nos concede desde el día de nuestro bautismo, pero al mismo tiempo, es Dios mismo quien nos asiste para que podamos dar esta respuesta de la fe a lo que Él mismo nos está invitando.

La carta a los hebreos ofrece un verdadero elogio de la fe de los antepasados. Por la fe, Abraham obedeció y se salió para el lugar que había de recibir en herencia, y se salió sin saber a dónde iba. Por la fe vivió como extranjero y peregrino en la Tierra prometida. Por la fe a Sara se le otorgó el concebir al hijo de la promesa. Por la fe, finalmente, Abraham ofreció a su hijo único en sacrificio. De este modo en Abraham se cumple la definición de fe como la garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven. San Pablo sostiene que, precisamente fortalecido por esta fe Abraham fue hecho padre de todos los creyentes.

El cristianismo reconoce que Dios interviene en la historia para el bien de todos. Estos acontecimientos que recuerda el pueblo son símbolos de la acción liberadora de Dios. El recuerdo de la vida de los antepasados y el modo portentoso en el que Dios los hizo salir del cautiverio se convirtió en un verdadero credo que animaba la fe del pueblo. Recordar que el padre Abraham había sido un arameo errante al que Dios nunca abandonó a su suerte se convirtió, para el pueblo, en un verdadero oasis en sus desiertos. Tener presentes estas verdades trasformaba la vida presente del pueblo.

Los estudiosos del comportamiento humano concuerdan al reconocer que beber de fuentes de aguas limpias es muy terapéutico y sanador. Mucha de la salud que se vive en el presente nace de tener presentes experiencias enriquecedoras del pasado; beber de esas aguas es alimentarse de un manantial de aguas limpias. En este sentido, hemos de reconocer que celebrar los portentos con los que Dios ha cincelado la historia del pueblo nos anima en la vivencia de nuestra fe en el presente, le da nueva luz y vitalidad a nuestra fe.