/ sábado 14 de septiembre de 2019

Lo relativo

Se erige como una propuesta interesante: «el hombre es la medida de todas las cosas». Su canto es tan sutil como el de las sirenas que enloquecen y acaban por embrutecer; por convertir en cerdos a los tripulantes del navío. El relativismo es una tendencia que ha ido tomando terreno y ya ha poseído carta de ciudadanía. Sus raíces se extienden profundas y, por todos lados y a donde quiera que vayamos, hay sugerencias, propuestas, formas, tendencias, modos que hablan de éste. Es la enfermedad silenciosa que, cada vez y con mayor tenacidad, produce estatuas, domestica mentes, acartona rostros, enmudece labios y trivializa con su hegemonía.

Para no ir hasta el milenario pasado y llegar a Protágoras -por lo menos-, conviene resaltar que los maestros de la sospecha del siglo XIX han sido quienes han aguijoneado la fe; la han colocado en el banquillo de los acusados: unos, -con Feuerbach- llegan a la vergüenza del relativismo al considerar que dios sólo es la proyección de lo que los hombres no pueden realizar; dios equivale al imaginario de lo positivo que, en los hombres, se predica en negativo.

Otros -con Marx- consideran que la religión y todo lo que huela a fe es un opio que intoxica a los hombres, que los hace andar por la vida anestesiados, enfermos, fuera de órbita. Unos más, -de la mano de Nietzsche- sugieren la transvaloración de la moral: el cambio en las categorías, son los que apuestan por una pseudomoral en beneficio del hombre, con tal de hacer de éste un humano demasiado humano. Y, otros más, -con Freud- consideran que la religión funciona porque fortalece lo mistérico en la vida del hombre, porque le dicta una forma de vida a partir del tótem y los tabúes, para acomplejar al hombre. Un panorama enredado, adverso, hostil…

Vergonzosamente enredados en sus propios sofismas, terminan por ser rehenes de sus artilugios y acaban profiriendo un credo de lo que defienden. Hacen un estruendoso estallido de volcán, para sólo exhalar aire. Hacen de sus sofisterías un dios, que apuesta por la animalidad del hombre, o por el consumismo y la rebeldía hedonista. Erigen templos a la inmoralidad y acaban siendo canonistas de la incertidumbre. Hacen del psicologismo una divinidad con mito, rito y ley, que no da espacio a la libertad, sino que apuesta por el determinismo. No permiten la fresca y novedosa espontaneidad del hombre.

Celebrar la patria es recuperar la identidad de cada uno, su importancia como ser relativo, ubicado en la dimensión del encuentro con el otro.

Se erige como una propuesta interesante: «el hombre es la medida de todas las cosas». Su canto es tan sutil como el de las sirenas que enloquecen y acaban por embrutecer; por convertir en cerdos a los tripulantes del navío. El relativismo es una tendencia que ha ido tomando terreno y ya ha poseído carta de ciudadanía. Sus raíces se extienden profundas y, por todos lados y a donde quiera que vayamos, hay sugerencias, propuestas, formas, tendencias, modos que hablan de éste. Es la enfermedad silenciosa que, cada vez y con mayor tenacidad, produce estatuas, domestica mentes, acartona rostros, enmudece labios y trivializa con su hegemonía.

Para no ir hasta el milenario pasado y llegar a Protágoras -por lo menos-, conviene resaltar que los maestros de la sospecha del siglo XIX han sido quienes han aguijoneado la fe; la han colocado en el banquillo de los acusados: unos, -con Feuerbach- llegan a la vergüenza del relativismo al considerar que dios sólo es la proyección de lo que los hombres no pueden realizar; dios equivale al imaginario de lo positivo que, en los hombres, se predica en negativo.

Otros -con Marx- consideran que la religión y todo lo que huela a fe es un opio que intoxica a los hombres, que los hace andar por la vida anestesiados, enfermos, fuera de órbita. Unos más, -de la mano de Nietzsche- sugieren la transvaloración de la moral: el cambio en las categorías, son los que apuestan por una pseudomoral en beneficio del hombre, con tal de hacer de éste un humano demasiado humano. Y, otros más, -con Freud- consideran que la religión funciona porque fortalece lo mistérico en la vida del hombre, porque le dicta una forma de vida a partir del tótem y los tabúes, para acomplejar al hombre. Un panorama enredado, adverso, hostil…

Vergonzosamente enredados en sus propios sofismas, terminan por ser rehenes de sus artilugios y acaban profiriendo un credo de lo que defienden. Hacen un estruendoso estallido de volcán, para sólo exhalar aire. Hacen de sus sofisterías un dios, que apuesta por la animalidad del hombre, o por el consumismo y la rebeldía hedonista. Erigen templos a la inmoralidad y acaban siendo canonistas de la incertidumbre. Hacen del psicologismo una divinidad con mito, rito y ley, que no da espacio a la libertad, sino que apuesta por el determinismo. No permiten la fresca y novedosa espontaneidad del hombre.

Celebrar la patria es recuperar la identidad de cada uno, su importancia como ser relativo, ubicado en la dimensión del encuentro con el otro.