/ domingo 23 de febrero de 2020

Costumbres fratricidas

Son desesperantes las estampas sociales que se están enconando y que, dejando de ser costumbres, ya se quieren erigir como una cultura emergente. Estamos en una sociedad que ha reprimido mucha violencia y que ya ha comenzado a sacarla por las vías más vergonzosas. Todo el odio que se ha silenciado, la venganza, la desesperación y la impotencia están cobrando una gran cantidad de vidas, de las que no se ha tenido registro ni en las guerras más sangrientas.

La muerte de todo ser humano —en cualquier etapa de la vida— es indignante, por eso, los posicionamientos al respecto sólo surtirán efecto cuando se traduzcan en acciones concretas que lleven a la salvaguarda de la vida y de todos los valores, como única condición posible para la convivencia humana. Los desafíos no se solucionan con conferencias, arrestos, denuncias, paros ni con manifestaciones de cualquier tipo. La salvaguarda de la vida ha de ser un compromiso contundente de todos los seres humanos, especialmente en favor de los más vulnerables.

La serie de asesinatos ya de maestros, adultos, mujeres o de niños, ¡incluso de los no nacidos!, que estamos padeciendo y que parecen ir en aumento, reflejan la fragilidad de la cultura en la que estamos inmersos y que, con nuestra colaboración o nuestra indiferencia, estamos forjando. Esto es la consecuencia natural del consumismo; de la ansiedad de tener estilos de vida insaciables; vidas huecas que buscan llenar, con la futilidad de sus pertenencias, las necesidades profundas frustradas e insatisfechas. Del individualismo egoísta, que lleva a pensar que sólo importan las propias necesidades y lo que está pasando en la propia vida, sin atreverse a vivir en dirección del otro, con el esfuerzo constante de salir al encuentro de los demás, de dejarse ayudar y nutrir por el otro. La discriminación que, de formas muy inocentes está presente en todos los estilos de convivencia: cuando se desprecia al otro simplemente por ser distinto, ya sea hombre o mujer, niño o niña, anciano o migrante, preso o enfermo, rico o pobre, indígena, religioso o bebé en gestación…, todo es, a su vez, anhelo de una feliz sobriedad.

La verdadera evolución estriba en la capacidad que tengamos todos por velar unos por otros. Ahí está verdaderamente el mérito del esfuerzo, porque, salir y hablar, o salir y matar es algo muy simple. Tan simple como pensar que se ha dado fin a lo que me molesta. El problema no es el otro; el problema está en el propio corazón que necesita amar con pasión y sin corsés.

Son desesperantes las estampas sociales que se están enconando y que, dejando de ser costumbres, ya se quieren erigir como una cultura emergente. Estamos en una sociedad que ha reprimido mucha violencia y que ya ha comenzado a sacarla por las vías más vergonzosas. Todo el odio que se ha silenciado, la venganza, la desesperación y la impotencia están cobrando una gran cantidad de vidas, de las que no se ha tenido registro ni en las guerras más sangrientas.

La muerte de todo ser humano —en cualquier etapa de la vida— es indignante, por eso, los posicionamientos al respecto sólo surtirán efecto cuando se traduzcan en acciones concretas que lleven a la salvaguarda de la vida y de todos los valores, como única condición posible para la convivencia humana. Los desafíos no se solucionan con conferencias, arrestos, denuncias, paros ni con manifestaciones de cualquier tipo. La salvaguarda de la vida ha de ser un compromiso contundente de todos los seres humanos, especialmente en favor de los más vulnerables.

La serie de asesinatos ya de maestros, adultos, mujeres o de niños, ¡incluso de los no nacidos!, que estamos padeciendo y que parecen ir en aumento, reflejan la fragilidad de la cultura en la que estamos inmersos y que, con nuestra colaboración o nuestra indiferencia, estamos forjando. Esto es la consecuencia natural del consumismo; de la ansiedad de tener estilos de vida insaciables; vidas huecas que buscan llenar, con la futilidad de sus pertenencias, las necesidades profundas frustradas e insatisfechas. Del individualismo egoísta, que lleva a pensar que sólo importan las propias necesidades y lo que está pasando en la propia vida, sin atreverse a vivir en dirección del otro, con el esfuerzo constante de salir al encuentro de los demás, de dejarse ayudar y nutrir por el otro. La discriminación que, de formas muy inocentes está presente en todos los estilos de convivencia: cuando se desprecia al otro simplemente por ser distinto, ya sea hombre o mujer, niño o niña, anciano o migrante, preso o enfermo, rico o pobre, indígena, religioso o bebé en gestación…, todo es, a su vez, anhelo de una feliz sobriedad.

La verdadera evolución estriba en la capacidad que tengamos todos por velar unos por otros. Ahí está verdaderamente el mérito del esfuerzo, porque, salir y hablar, o salir y matar es algo muy simple. Tan simple como pensar que se ha dado fin a lo que me molesta. El problema no es el otro; el problema está en el propio corazón que necesita amar con pasión y sin corsés.