/ miércoles 9 de enero de 2019

Nochevieja en París

Cuando se aproximaba el inicio del segundo milenio de nuestra era, en plena Edad Media, muchos agoreros, incluidos religiosos, hablaban del inminente fin del mundo. Empero el sol siguió saliendo y las estrellas brillando como siempre. Nada pasó. En cambio, al advenimiento del tercer milenio fue motivo de algarabía por doquier. La noche del viernes 31 de diciembre de 1999, tuve la oportunidad de testimoniar la fiesta parisiense, para abrazar a su llegada, las primeras horas del año 2000. Para esa festividad, París se vistió de gala. La Catedral de Notre Dame estaba reluciente como en la coronación de Napoleón; en el exterior las piedras fueron cuidadosamente pulidas, dejaron de ser oscuras y lucían su color arena original. Y lo mismo hizo el gobierno francés con otros edificios públicos. La Torre Eiffel, esbelta, gallarda, lucía luminosa como nunca. La noche era fría; la bóveda celeste imponente en su obscura inmensidad; las estrellas como aves migratorias, parece que habían bajado para posarse en los cuerpos desnudos de los árboles de la avenida Campos Elíseos, o eran las luces con que habían ornado las ramas de aquéllos. Los negocios también presentaban su rostro de fiesta. Varias estaciones del metro, entre la Plaza de la Concordia y el Arco del Triunfo, estaban cerradas. Esto favorecía el río caudaloso de gente que se movía por la avenida Campos Elíseos entre los extremos que formaban los lugares citados. La mayoría vestidos con abrigos, botas y bufandas. La procedencia de los viandantes era de todas las latitudes, y las lenguas también, como en la torre de Babel. Entre carcajadas, risas, canciones, abrazos y besos, el champán se tomaba a pico de botella. Esa noche por mi culpa, Jean, un joven francés, se pasó de burbujas de la bebida emblemática de Francia, para disgusto de su esposa. Sin embargo, tanto él como yo disfrutamos de una borrachera más de alegría que de champán. Y lo que son las cosas, poco tiempo después le diagnosticaron un cáncer que a pesar de la mejor atención médica de su país lo llevó a la tumba.

Ya en la madrugada regresamos a casa con nuestras esposas. Los primeros rayos del sol del nuevo año nos sorprendieron escuchando a Edith Piaff. La vida era rosa como la canción. Y mi amigo no sospechaba que, la de la guadaña, ya saben quién, lo esperaba a la vuelta de la esquina. Ahora que evoco aquella noche inolvidable y la posterior muerte de mi amigo, recuerdo también la expresión francesa: c’ est la vie, así es la vida.

evaz2010@hotmail.com

Cuando se aproximaba el inicio del segundo milenio de nuestra era, en plena Edad Media, muchos agoreros, incluidos religiosos, hablaban del inminente fin del mundo. Empero el sol siguió saliendo y las estrellas brillando como siempre. Nada pasó. En cambio, al advenimiento del tercer milenio fue motivo de algarabía por doquier. La noche del viernes 31 de diciembre de 1999, tuve la oportunidad de testimoniar la fiesta parisiense, para abrazar a su llegada, las primeras horas del año 2000. Para esa festividad, París se vistió de gala. La Catedral de Notre Dame estaba reluciente como en la coronación de Napoleón; en el exterior las piedras fueron cuidadosamente pulidas, dejaron de ser oscuras y lucían su color arena original. Y lo mismo hizo el gobierno francés con otros edificios públicos. La Torre Eiffel, esbelta, gallarda, lucía luminosa como nunca. La noche era fría; la bóveda celeste imponente en su obscura inmensidad; las estrellas como aves migratorias, parece que habían bajado para posarse en los cuerpos desnudos de los árboles de la avenida Campos Elíseos, o eran las luces con que habían ornado las ramas de aquéllos. Los negocios también presentaban su rostro de fiesta. Varias estaciones del metro, entre la Plaza de la Concordia y el Arco del Triunfo, estaban cerradas. Esto favorecía el río caudaloso de gente que se movía por la avenida Campos Elíseos entre los extremos que formaban los lugares citados. La mayoría vestidos con abrigos, botas y bufandas. La procedencia de los viandantes era de todas las latitudes, y las lenguas también, como en la torre de Babel. Entre carcajadas, risas, canciones, abrazos y besos, el champán se tomaba a pico de botella. Esa noche por mi culpa, Jean, un joven francés, se pasó de burbujas de la bebida emblemática de Francia, para disgusto de su esposa. Sin embargo, tanto él como yo disfrutamos de una borrachera más de alegría que de champán. Y lo que son las cosas, poco tiempo después le diagnosticaron un cáncer que a pesar de la mejor atención médica de su país lo llevó a la tumba.

Ya en la madrugada regresamos a casa con nuestras esposas. Los primeros rayos del sol del nuevo año nos sorprendieron escuchando a Edith Piaff. La vida era rosa como la canción. Y mi amigo no sospechaba que, la de la guadaña, ya saben quién, lo esperaba a la vuelta de la esquina. Ahora que evoco aquella noche inolvidable y la posterior muerte de mi amigo, recuerdo también la expresión francesa: c’ est la vie, así es la vida.

evaz2010@hotmail.com