/ miércoles 1 de mayo de 2019

Notre Dame y yo

La construcción de la famosa catedral parisiense de Notre Dame —dedicada a la virgen María— se llevó a cabo a lo largo de casi dos siglos, habiéndose concluido un poco después de la fundación de la Gran Tenochtitlan. Es la catedral icónica de Francia; de estilo gótico se ha dicho, más por la enorme aguja que se elevaba al cielo y que hoy se ha derrumbado y que, sin embargo, no era de origen. La catedral, como dijera Víctor Hugo, no era ni bizantina ni gótica sino una curiosa amalgama de estilos. “Cada piedra del venerable monumento —dijo— es una página, no sólo de la historia del país, sino de la historia de la ciencia y del arte”. Yo leí por vez primera la obra Nuestra Señora de París del citado autor a principios de los años 70. Le tomé tanto gusto, que mi esposa y yo acordamos que cuando se embarazara y si resultaba ser una niña, llevaría el nombre de uno de los personajes de la novela. Y así fue. Después ese mismo hecho nos llevó a la convicción que nuestros hijos deberían estudiar francés; y así lo hicieron desde muy jóvenes. Más tarde viajaron a Francia para perfeccionar la lengua que habían aprendido en la Alianza Francesa local. Posteriormente su madre y yo tuvimos también la oportunidad de conocer París, hace casi cinco lustros. Por fin, un día a mediados de julio de 1996 me encontré en París frente a la famosa catedral. Los rayos oblícuos del sol de la tarde iluminaban sus dos torres truncas y resaltaban el rosetón del segundo nivel. En las jardineras de la explanada revoloteaban las golondrinas. El interior el templo estaba bastante oscuro dados sus insuficientes ventanales; el exterior también a causa de la contaminación de largos años. Di una vuelta tratando de retener los detalles. Después subí casi 400 escalones de piedra hasta llegar al campanario que era el refugio de Cuasimodo en la novela, cuyos hechos ubica Víctor Hugo en el siglo XV. Observé de cerca las gárgolas con formas de monstruos. Pero sobre todo, tuve una vista maravillosa de París en una tarde de verano. Los barcos por el Sena rebosantes de turistas; la Torre Eiffel como si pudiera tocarse con la mano; los tejados grises de los viejos edificios; la otra isla aparte de la Cité, la de San Luis, con su puente lleno de parejas que como palomas, platicaban y se besaban bajo el mágico cielo de París. En obras como éstas, escribió Víctor Hugo, “se resume y totaliza la inteligencia humana; el tiempo es el arquitecto y el pueblo es el albañil”. Por eso lamento personalmente el incendio ocurrido el día 15 del mes anterior.

La construcción de la famosa catedral parisiense de Notre Dame —dedicada a la virgen María— se llevó a cabo a lo largo de casi dos siglos, habiéndose concluido un poco después de la fundación de la Gran Tenochtitlan. Es la catedral icónica de Francia; de estilo gótico se ha dicho, más por la enorme aguja que se elevaba al cielo y que hoy se ha derrumbado y que, sin embargo, no era de origen. La catedral, como dijera Víctor Hugo, no era ni bizantina ni gótica sino una curiosa amalgama de estilos. “Cada piedra del venerable monumento —dijo— es una página, no sólo de la historia del país, sino de la historia de la ciencia y del arte”. Yo leí por vez primera la obra Nuestra Señora de París del citado autor a principios de los años 70. Le tomé tanto gusto, que mi esposa y yo acordamos que cuando se embarazara y si resultaba ser una niña, llevaría el nombre de uno de los personajes de la novela. Y así fue. Después ese mismo hecho nos llevó a la convicción que nuestros hijos deberían estudiar francés; y así lo hicieron desde muy jóvenes. Más tarde viajaron a Francia para perfeccionar la lengua que habían aprendido en la Alianza Francesa local. Posteriormente su madre y yo tuvimos también la oportunidad de conocer París, hace casi cinco lustros. Por fin, un día a mediados de julio de 1996 me encontré en París frente a la famosa catedral. Los rayos oblícuos del sol de la tarde iluminaban sus dos torres truncas y resaltaban el rosetón del segundo nivel. En las jardineras de la explanada revoloteaban las golondrinas. El interior el templo estaba bastante oscuro dados sus insuficientes ventanales; el exterior también a causa de la contaminación de largos años. Di una vuelta tratando de retener los detalles. Después subí casi 400 escalones de piedra hasta llegar al campanario que era el refugio de Cuasimodo en la novela, cuyos hechos ubica Víctor Hugo en el siglo XV. Observé de cerca las gárgolas con formas de monstruos. Pero sobre todo, tuve una vista maravillosa de París en una tarde de verano. Los barcos por el Sena rebosantes de turistas; la Torre Eiffel como si pudiera tocarse con la mano; los tejados grises de los viejos edificios; la otra isla aparte de la Cité, la de San Luis, con su puente lleno de parejas que como palomas, platicaban y se besaban bajo el mágico cielo de París. En obras como éstas, escribió Víctor Hugo, “se resume y totaliza la inteligencia humana; el tiempo es el arquitecto y el pueblo es el albañil”. Por eso lamento personalmente el incendio ocurrido el día 15 del mes anterior.